Aunque me portaba bien todo el año, ellos no lo tenían en cuenta y nunca me traían lo que les pedía. Y yo no entendía por qué. Nosotros en casa éramos pobres, y ellos reyes, o sea, que se lo podían permitir. Año tras año, desenvolvía el regalo, esperanzado, y sacaba un rompecabezas, un balón, un libro, pero jamás nada de lo que yo había escrito con buena caligrafía en la carta. Los muy desagradecidos, además, no dudaban en beberse la copita de moscatel y mordisquear los polvorones que les dejaba al lado del árbol, antes de marcharse a casa del vecino donde -a él sí- depositaban uno por uno todos los juguetes que había pedido. Mi odio fue acumulándose, poco a poco, chasco tras chasco, hasta que aquella navidad decidí pedir explicaciones.
Habiéndolo dejado todo a punto, la noche del cinco al seis de enero, por primera vez en la vida, dormí como un lirón. Al despertar, temprano, salté de la cama y corrí hacia el salón para ver si mi plan había resultado. Mis padres yacían en el suelo, al pie del árbol. Las copas de moscatel en las que, antes de acostarme, había disuelto una docena de pastillas, las del cajón de arriba, el que por nada del mundo podía tocar, también estaban vacías. Yo sólo quería dejar dormidos a los reyes magos, y pedirles explicaciones después, lo prometo.
Ese día me hice mayor. Tan mayor, que no lloré cuando abrí los regalos y vi que, por primera vez en la vida, me habían traído lo que había pedido en la carta.
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Este texto se incluye en
la antología de microrrelatos navideños
que regala hoy la
Internacional Microcuentista.
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