Contrasté la dirección de la entrada con la que había escrita en la servilleta arrugada, saqué las dos llaves atadas al pequeño peluche rosado y abrí la puerta. Ya en el piso, avancé descalzo por el pasillo hasta su habitación, la única con la puerta abierta, y la encontré desnuda sobre las sábanas, profundamente dormida. Cuando vi el lápiz de ojos tirado en el suelo, al pie de la cama, me pasó por la cabeza devolverle la broma de la espuma de afeitar, sufrida noches atrás, en la pensión de techos altos. No pude resistirme. Lo recogí y fui uniendo con una línea, una a una, todas las pecas de su cuerpo. Trazos rectos y curvos enlazaban los minúsculos lunares que destacaban en su piel como estrellas en luna nueva. Poco a poco se fue formando un esbozo, impreciso, esquemático; luego pasó a ser algo más concreto, más definido, aunque todavía un tanto confuso. Cuando la línea oscura llegó a la última peca, se despertó. Nos quedamos los dos mirando el dibujo en su piel, ella decepcionada, yo aterrado. No debiste hacerlo, cariño, fueron las únicas palabras que pronunció mientras se vestía y recogía sus cosas. Desde entonces no la he vuelto a ver.
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