lunes, 31 de agosto de 2009

Viaje de regreso


Aunque muchos le aconsejan que a su edad no debería coger el coche, o quizás por ello, esta noche conduce lentamente por la ciudad, sin rumbo ni prisa, con su bastón de cedro como único copiloto. Cruza el puente y observa por la ventanilla lateral el pisito donde vivió antes de trasladarse, hace ya algunos años, a casa de su hija y se sorprende al ver ropa tendida en el balcón, pues creía que continuaba desocupada desde que se mudó. Sigue la marcha mientras piensa que su hija quizás lo haya alquilado sin decírselo y se entristece porque ya no cuentan con él para nada. Dobla la esquina y encuentra al frente la fábrica donde trabajó durante toda la vida y advierte con sorpresa que aunque lleva más de una década cerrada, la chimenea arroja una fina columna de humo blanco. Incluso cree escuchar el sonido de las máquinas. Pasa por delante del bar donde echaba las partidas de cartas al poco de casarse, del que hoy en día sólo queda un solar ocupado por las malas hierbas, y le parece ver, sirviendo un café en la terraza, al mismo camarero de aquel entonces. Subiendo por la avenida divisa al fondo la iglesia donde contrajo matrimonio hace más de medio siglo. Aunque es ya de noche, por los coches que abarrotan el aparcamiento juraría que en el interior están de celebración. Ya en las afueras, totalmente desubicado, se topa con el colegio en el que pasó su infancia y ve, por encima de las rejas oxidadas del patio, cómo una pelota sube y desciende hasta volver a desaparecer. Al final de la carretera asfaltada ve el antiguo hospital en el que nació, derribado treinta años atrás, y sin ganas de comprender nada acelera al máximo y se estampa contra la columna de la entrada.


sábado, 29 de agosto de 2009

La tercera guerra mundial


Al fin, el secreto ocultado con mayor recelo por el gobierno se filtra en la prensa y se convierte en noticia. En la única noticia posible. Los titulares de las portadas de los diarios de todo el mundo, en edición especial de tarde, son fríamente aterradores. Un meteorito chocará inevitablemente contra la tierra. Inevitablemente.

Así pues, no hay salvación. El impacto está previsto dieciocho días más tarde, a las tres y media de la madrugada, hora internacional. El planeta entero, conocedor de su destino por primera vez en la historia y apremiado por la prisa, se dispone a saciar impunemente –la justicia es demasiado lenta, ya se sabe- sus más bajos instintos. El caos se apodera de las calles: se cometen violaciones, robos, agresiones... el pillaje, el vandalismo y el desenfreno reinan en la ciudad, y las autoridades no pueden controlar la situación, en parte porque la policía y el ejército están involucrados en la mayoría de esos actos criminales.

Cuatro días después, se filtra otra noticia en la prensa. Más sorprendente que la primera, si cabe. Se ha descubierto un trasbordador espacial, proyecto militar de la NASA de alto secreto, con capacidad para mil personas, preparado para realizar un viaje hacia la estación espacial MIS-2, o sea, el único lugar a salvo de la catástrofe. Los países, desbordados por la situación e incapaces de racionalizar el problema, se aferran a ello como a un clavo ardiendo y se organizan militarmente para conseguir esas mil plazas. Ese día da inicio la tercera guerra mundial, la única confrontación bélica con fecha de caducidad, con día y hora límites, pues al mundo tan sólo le quedan dos semanas. Resurge de nuevo el patriotismo y las oficinas nacionales de alistamiento no dan abasto. Se trata, únicamente, de exterminar a todos los demás, y después ya se verá, se supone que a exterminarse entre ellos, entre los vencedores, hasta que sólo queden mil.

Al cabo de doce días, a tan sólo dos del impacto, el trasbordador espacial despega de la base y se eleva dejando tras de sí un mundo desolado, totalmente arrasado, aniquilado en poco más de diez días, sin rastro de vida. Lamentablemente, y pese a todos los esfuerzos, en el interior de la nave han quedado todavía algunos asientos vacíos, algunas plazas desocupadas.

jueves, 27 de agosto de 2009

Sesión doble


Señoras y señores, damas y caballeros, niños y niñas, no se pierdan el magnífico e irrepetible espectáculo que tendrá lugar en este teatro esta misma noche, en el que, ante todos ustedes, afortunados que podrán disfrutar de esta prodigiosa actuación por unas pocas monedas, el grandioso Carlo Broccini realizará un número sin precedentes, nunca visto anteriormente sobre un escenario: un suicidio real, sin trampa ni cartón, con médicos forenses que certificarán, bajo la mirada atenta de un notario, su muerte. Funciones a las nueve en punto y a las diez y media. No se lo pierdan. Muchas gracias.

lunes, 24 de agosto de 2009

Caronte


Comprendió que la operación de urgencia tras el brutal accidente en la carretera había resultado un rotundo fracaso cuando, esperando de pie en la orilla, vio cómo aquella frágil barca se le acercaba con lentitud surcando las oscuras y pestilentes aguas. Todo coaguló en ese instante: estaba muerto. Jamás había creído en otra vida que no fuese la terrenal; siempre pensó que la muerte era el final definitivo, así que se alegró tímidamente porque la situación podía haber sido mucho peor. Resignado y expectante, aguardó la llegada de la pequeña embarcación hasta que la proa encalló con suavidad sobre la arena. Cuando ya se disponía a subir, tras intercambiar un tímido saludo de compromiso, el barquero le detuvo. Para cruzar a la otra orilla debes pagarme una moneda, dijo sin ganas, cansado de repetir perpetuamente la misma frase. Buscó en los bolsillos aunque no encontró ninguna: jamás llevaba calderilla en los bolsillos, pues odiaba el tintineo de las monedas al caminar. Se palpó inquieto el pantalón en busca de la cartera pero no la llevaba encima. Tampoco en los bolsillos de la chaqueta. Mira debajo de la lengua, antiguamente os las ponían ahí, añadió el barquero con frialdad. Sin entender por qué había utilizado el plural, movió la lengua para comprobar esa última posibilidad, aunque tampoco hubo suerte. Entonces, sintiéndolo mucho, deberás quedarte en esta orilla condenado a vagar en ella toda la eternidad, y tras estas palabras dio media vuelta y ayudado por la pértiga desapareció nuevamente alejándose río adentro. Atónito y desorientado, recorrió en penumbra aquellas playas desiertas. Le parecía muy extraño que estuvieran deshabitadas, pues eso significaba o bien que él había sido el único en toda la eternidad que no había podido pagar al banquero, cosa improbable, o bien que aquellas almas vivían -aunque no sea la palabra más adecuada- escondiéndose entre los arbustos y las rocas de la playa para no ser descubiertas. Deambuló sin rumbo durante horas hasta que se sintió cansado y soñoliento, y decidió recostarse al pie de un ciprés para reposar.

Todo estaba oscuro cuando despertó. El hedor del Aqueronte se había transformado en un extraño y penetrante olor a tierra húmeda, por lo que pensó que todo había sido una pesadilla, una alucinación producida por la anestesia y la pérdida de la consciencia durante el accidente y la operación. A tientas, como un mimo ciego, palpó con las manos a su alrededor algo que parecía la rugosa superficie de unas tablas de madera, y al momento, intuyó que estaba atrapado en un ataúd, enterrado bajo tierra. Gritó y pataleó desesperadamente. Golpeó con todas sus fuerzas las paredes del féretro, pero todo fue inútil, nadie podía oírle. Buscó en los bolsillos del pantalón su teléfono móvil, pero los encontró vacíos, sin nada, ni siquiera una mísera moneda con la que hubiera podido comprar su vida eterna. Y entonces comprendió por qué no había encontrado a nadie en la playa, y supo dónde pasaría toda la eternidad.



sábado, 15 de agosto de 2009

Taxi


Aunque no me apremia el tiempo, pues todavía faltan dos horas para la cita, decido coger un taxi para que me lleve cómodamente al teatro. No tengo ninguna prisa, pero no quiero llegar agotado por el paseo; prefiero esperar allí tomando una copa. Enseguida aparece uno en la esquina, y con el mismo gesto con el que pido la cuenta en los bares, hago que se detenga. Entro por la parte trasera –no me gusta ir de copiloto en los coches-, intercambiamos un tímido saludo, y mientras me acomodo en el asiento escucho débilmente la voz del taxista:

- Avenida de Madrid, número doce, por favor.

- ¿Perdone?

- Avenida de Madrid, número doce, por favor –repite el taxista-.

Se gira, conecta el taxímetro y se incorpora con seguridad a la circulación, no sin antes recomendarme que me abroche el cinturón. En realidad no hace tanto que vivo en esta ciudad, y aunque todos aseguran que debo verla, jamás he estado en la Avenida de Madrid, por lo que no protesto y me dejo llevar. Mientras me observa como si nada por el retrovisor, me comenta lo difícil que está el oficio, las dificultades económicas por las que pasa el sector, la amenaza de la crisis, y termina, como todos, despellejando a políticos de uno y otro bando. Advierto, mirando distraídamente por la ventanilla, que el conductor no ha elegido la ruta más corta, pero tampoco muestro mi disconformidad: se ve que el tipo no está pasando por un buen momento y me compadezco de él. Al fin, detiene el taxi en doble fila, enciende los cuatro intermitentes, y parando el taxímetro masculla:

- Ya hemos llegado: Avenida de Madrid, número doce. A ver, serán catorce con quince...

-¿Cuánto dice?

- Catorce con quince –repite con claridad-. Un momento por favor.

Mientras busco en mi cartera el dinero, el taxista se vuelve y me alarga dos billetes, uno de diez y otro de cinco. Me dice que me quede con el cambio, y se despide de mí con un guiño y un hasta la próxima.

Ya en la acera, con los billetes todavía en la mano, contemplo la avenida de la que tanto me han hablado y me decepciona: hay poquísimos árboles y casi nadie, excepto algún coche, pasea por ella. Me guardo el dinero en el bolsillo trasero mientras pienso lo fácil que ha sido obtenerlo, y como todavía tengo tiempo se me ocurre volver a intentarlo, subir de nuevo a otro taxi y esperar a ver dónde me lleva y cuánto me pagará por ello. Aparece otro al momento y le hago un gesto para que pare. Una vez dentro, en silencio, espero ansioso las palabras del taxista, que me pregunta:

- Buenas tardes, ¿dónde le llevo?

- ¿Perdone?

- ¿Que dónde le llevo, por favor?

- Lo siento, no le había oído –miento-. Al teatro principal, por favor –contesto al final desilusionado-.

Me abrocho el cinturón y, para distraerme durante el trayecto, le pregunto cómo van las cosas en el mundo del taxi, si les afecta la crisis, y esas cosas, no sin antes indicarle que me lleve directo al teatro, sin hacer rodeos, porque –ahora sí- tengo un poco de prisa.