jueves, 28 de mayo de 2009

Salto mortal

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La presión es máxima, pues sólo dispone de un intento. Se lo juega todo en ese salto: su presente y su futuro. Los dedos de sus pies, apoyados en el canto del trampolín, soportan su cuerpo tenso. Respira hondo, toma impulso y salta.
El doble mortal, de impecable ejecución, se enlaza con un difícil tirabuzón y medio dibujado en el aire, consiguiendo un salto casi perfecto. Lo único que le falta para rematar el ejercicio es no salpicar demasiado, y lo consigue: apenas unas pocas gotas de sangre que salen despedidas de su oído cuando impacta con las baldosas de la piscina vacía.

martes, 26 de mayo de 2009

Sueños necrológicos

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En lo más profundo del sueño, como recién llegada de otro mundo, apareció Linda, la perrita que tuve hace más de veinte años, saltando alrededor de mi abuelo, que se fue al cielo –según me dijeron- cuando yo todavía era muy pequeño, y a quien sólo recuerdo por las fotos que me enseñaban a veces en casa. Iba a preguntarle algo, no recuerdo qué, quizás si me reconocía ahora, tan mayor, cuando vi cruzar alegremente la acera a Juan, el chico de mi clase que atropellaron cerca de la escuela en sexto curso; Carlos, que murió de accidente de tráfico dos semanas antes de su boda, tuvo que clavar los frenos para no arrollar al chico. Recuerdo que lo absurdo de esa situación me hizo sonreír. Y entonces la calle se llenó de gente conocida: el tío de Marta, que aunque dentro de su ataúd tenía un aspecto horrible ahora parecía incluso más joven, los vecinos del cuarto que perdieron la vida con otras siete personas en el naufragio del velero en la costa adriática, Miguel y Fran, que no pudieron superar sus largas enfermedades... Al fin, harto de no cruzarme con ningún vivo en mi sueño, me acerqué a mi prima Eva, fallecida recientemente de paro cardíaco, y le pregunté:
- Pero Eva, ¿no hay nadie con vida en este sueño? ¿Estáis todos muertos?
- Sí –respondió, con una sonrisa que no me gustó-, todos lo estamos.

domingo, 24 de mayo de 2009

El insomio de Spiderman


Por culpa del zumbido de una mosca noctámbula, Peter Parker sigue dando vueltas bajo las sábanas, en su apartamento neoyorquino, sin poder pegar ojo. De pronto, gracias a sus superpoderes arácnidos, percibe el accidente en el teleférico, en las afueras de la ciudad, donde la vida de seis personas –entre ellas dos mujeres y un niño- pende literalmente de un hilo. Sólo él puede actuar con la rapidez necesaria; ni los servicios de emergencia, ni la policía ni los bomberos son capaces de actuar con tanta celeridad. Debe darse prisa: el deber le llama. Salta de la cama, se enfunda el ceñido traje azul y rojo y acude heroicamente al rescate, no sin antes lanzar por sus muñecas unos pegajosos hilillos hacia el techo y empaquetar a la mosca, con pacientes movimientos circulares, sin prisa alguna, en un sedoso capullo. El instinto es el instinto, lo demás puede esperar.

jueves, 21 de mayo de 2009

Nadie



Me levanté tarde de la cama, como todos los domingos. Eran más de las diez. Mientras me desperezaba, miré por la ventana y me sorprendí al ver, bajo un sol sin fuerza, el quiosco todavía cerrado. Al mal tiempo buena cara, pensé, así que decidí desayunar en la cafetería para leer el periódico con tranquilidad, pero al llegar abajo la encontré con la persiana bajada. Llamé a Carla, mi chica, pero la misma voz que me agradece a diario la compra de tabaco y la que me aconseja dejar el tique de forma visible en el parabrisas de mi coche, me informó, por primera vez en la vida, de que su teléfono estaba apagado o fuera de cobertura. Lo intenté con Carlos, con Javi y con Alberto, pero conseguí idéntico resultado. Bueno, me dije con resignación, pasaré la mañana solo, hasta que me llamen.

Al cabo de un rato advertí que, además, no había nadie en el barrio, ni peatones ni vehículos circulando. La sensación era angustiosa, por insólita. A medida que recorría las calles, comprobando a cada instante que no había recibido ninguna llamada en el móvil, encontraba un panorama desolador: ni un alma en las calles, todas desiertas, las tiendas cerradas, los coches estacionados. Incapaz de soportar tanto aislamiento, me acerqué al parque para asegurarme un encuentro con personas, pero allí tampoco había nadie. Recorrí a toda prisa las dos calles que me separaban de mi coche con la intención de montarme en él y conducir hasta que apareciera alguien, aunque fuera un completo desconocido, ya me bastaba. Pero, tras cuarenta minutos dando vueltas sin compañía por las principales avenidas y calles, desistí. Estaba solo en la ciudad, quizás también en el mundo.

Ahora, dos años después, ya me ha acostumbrado a la soledad absoluta. Nadie en las calles, ni en las tiendas, ni en las casas, ni en las fábricas ni en los colegios. Sin embargo, no es tan difícil soportarlo. Lo peor no es eso; lo peor es descubrir colillas todavía humeantes en el suelo, vasos con los cubitos de hielo sin derretir, o ver los columpios del parque balanceándose mientras se oye un murmullo de voces, riéndose, a lo lejos.



También publicado en 365 contes

miércoles, 20 de mayo de 2009

Naufragios 2.0


Tenía la convicción de que navegar por la red -gran antítesis informática- me mantenía fuera de peligro. Pero me pescaron con un mar.

Pena de muerte


Los operarios han pasado la noche en vela, silbando alegres melodías, mientras montaban el improvisado patíbulo al que ahora, irremediablemente, tengo que subir. Tampoco yo he podido pegar ojo aunque, como pueden comprender, por otras razones. Todos me dicen que no me preocupe, que la muerte así es instantánea, sin sufrimiento, que todo resulta tan rápido que casi ni te das cuenta. Pero sé que lo hacen únicamente para consolarme, porque ninguno de ellos se ha enfrentado todavía a una situación similar.

La plebe, que abarrota la plaza, grita como loca cuando subo por los chirriantes escalones de madera del patíbulo. Quieren sangre, muerte. Me tiemblan las piernas, pero no debo mostrar mi debilidad en este momento. Justo ahora es cuando debo exhibir mi valentía, mi orgullo. El juez lee de nuevo la sentencia condenatoria e indica con el pulgar hacia abajo que ha llegado la hora.

Bajo la palanca y la afilada hoja cae sobre el cuello del reo: su cabeza de separa del cuerpo y rueda hasta mis pies. Mis compañeros tenían razón. Ha sido tan rápido que, oculto tras la capucha negra, casi ni me he dado cuenta.


martes, 19 de mayo de 2009

Los amantes nocturnos

- No sé cómo voy a soportar seis meses sin verte, Diego, después de tanto tiempo juntos.

- No te preocupes, Isabel. Me encontrarás todas las noches en tus sueños. Te lo prometo. Vendré a verte cuando estés dormida.

Seis meses más tarde, regresó Diego al pueblo e Isabel le contó que, harta de discutir con él cada noche en el mundo onírico, una madrugada, antes de despertar, decidió acabar de una vez por todas con la relación. Se levantó de la cama, salió de casa y le propuso matrimonio al cartero, un tipo simpático y atento, que aceptó sin dudarlo.

Diego, curiosamente, encajó la noticia con serenidad, como si no le estuvieran contando nada nuevo.


sábado, 16 de mayo de 2009

Entierro acústico


Al principio creí que iba a ser un funeral como tantos otros a los que me ha tocado asistir, pero poco a poco, y quizá debido a lo agudo de mi oído, me he ido convenciendo de lo contrario. Colocaron el féretro sin ningún cuidado sobre el coche fúnebre, y cerraron con un portazo sordo. El sonido del motor, circulando a marcha lenta, se mezclaba con los llantos ahogados que procedían de la parte trasera del vehiculo, donde decenas, tal vez cientos de personas, se dirigían a la iglesia arrastrando sus pasos. La puerta crujió al abrirse y, cuando sacaron del coche el ataúd, la multitud estalló en un sonoro aplauso. Yo, evidentemente, no aplaudí pues siempre me ha parecido ridículo ovacionar un cadáver. Las ruedas del carro metálico en el que acomodaron el féretro chirriaban mientras se desplazaba por el pasillo central de la iglesia, entre gemidos y sollozos procedentes de los bancos laterales. El sermón del sacerdote, eso sí, fue como todos: insípido, lacrimógeno y declamado sin ganas. Su voz me llegaba ahogada, apagada, como de muy lejos. Me sentí indignado e impotente a su vez cuando escuché el tintineo de las monedas que iban cayendo sobre la cesta del cepillo. Y no moví ni un músculo, pues, entre otras cosas, considero de mal gusto pedir dinero cuando se despide al ser querido. Terminó la ceremonia y colocaron de nuevo el féretro en el coche de la funeraria. Ya en el cementerio, los lloros y lamentos perdieron en número lo que ganaron en intensidad y crudeza. La madera chirrió mientras colocaban el ataúd, para siempre, en el nicho; después se pudo oír con claridad el sonido de la paleta del enterrador que sellaba con yeso las rendijas que separaban ambos mundos. Al fin, alguien balbuceó una plegaria, que no llegué a comprender, y las pisadas fueron alejándose poco a poco, hasta volverse inaudibles. Entonces se instaló este silencio que tanto odio y que se ha convertido en la única compañía que tengo aquí, atrapado en la soledad de mi ataúd.

viernes, 15 de mayo de 2009

Deshojando la margarita


Me quiere, no me quiere, me quiere, no me quiere, me quiere... se iba diciendo mentalmente a medida que caían al suelo uno a uno los pétalos de la margarita. Me quiere, no me quiere, me quiere... Cayó el último -no me quiere- y la margarita, desnuda y avergonzada, convertida en un feo tallo apétalo, supo que el chico ya no la amaba.

jueves, 14 de mayo de 2009

Avances tecnológicos


En las calles de Smallville, Clark Kent toma notas para un soporífero reportaje periodístico -encargado como castigo por el Daily Planet- acerca de los vendedores ambulantes de hot-dogs, cuando de repente, gracias a su superoído, escucha el grito de auxilio de una chica procedente del otro extremo de la ciudad. Alguien necesita su ayuda, así que se pone en marcha. Busca a su alrededor una cabina donde calzarse las mallas, los calzones y la capa, pero no encuentra ninguna cerca. La chica, a un par de kilómetros de allí, continúa gritando deseperada. Aunque recorre a toda prisa las calles adyacentes, sólo da con un teléfono adosado a una pared, nada íntimo, sin paredes para ocultarse, que de poco le sirve, dada la extrema timidez de Clark cuando no es Superman. Pregunta en un quiosco dónde puede encontrar una cabina telefónica y el quiosquero lo mira extrañado. ¿Cabinas? Uf, hace tiempo que las arrancaron todas. Todo el mundo tiene un móvil, ya no hacen ninguna falta.

Clark se vuelve; pide un hot-dog y se concentra en el zumbido de los coches para arrinconar esa voz quebrada que todavía oye a lo lejos, en su interior, pidiendo ayuda. Con la conciencia tranquila, coge el bloc de notas y ultima, por la cuenta que le trae, el maldito reportaje, mientras confía que alguien, en el otro extremo de la ciudad, utilice el móvil para avisar a la policía.

martes, 12 de mayo de 2009

La última carrera


Regresa a casa por la carretera sinuosa, amodorrado, solo y con el taxímetro desconectado, tras dejar en su destino al último cliente de una larga y dura jornada. Curiosea por el retrovisor interior y encuentra sorprendido las pupilas de una señora enlutada que lo observan fijamente desde los asientos de atrás. Se frota los ojos, mira de nuevo por el retrovisor y comprueba que la señora continúa acechándolo con la mirada. Sin perder los nervios, pregunta justo antes de la curva:
- ¿Adónde?
- Todo recto, hacia el precipicio- responde la mujer, agarrándose con fuerza a la guadaña.

lunes, 11 de mayo de 2009

Vendetta


Ella, arrodillada y cabizbaja, gimotea aceleradamente, al ritmo violento de su respiración; él, en apariencia más tranquilo, la observa con desprecio. Te dije que no volvieras a hacerlo. Y no me has hecho ni puto caso. Levanta la mirada entre sollozos y encuentra unos ojos cargados de odio, dispuestos a todo. Te advertí. Sabías que todo esto ocurriría si lo volvías a hacer. Y no te ha importado lo más mínimo. Eso es lo que no entiendo. ¿Cómo es posible que aun sabiendo las consecuencias te hayas atrevido a engañarme de nuevo? Se acerca a la mesita, abre un cajón, y extrae un revolver que centellea bajo la bombilla. No digas nada, preciosa, estoy hablando yo. No intentes justificarte. De nada serviría. Quiero que sepas que por eso mismo, porque sabías qué pasaría cuando lo descubriera, sé que no voy a sentirme culpable de nada. ¿Creías que no me iba a enterar? ¿Crees que soy idiota o qué? Temblando, tartamudea débilmente un no y clava la vista en el suelo. Cariño, por favor, mírame. Así, mucho mejor, será más fácil así. Deberías saber que me gusta que me miren cuando hablo. Aunque ya poco importa todo eso ahora. Jamás volverás a escucharme. Y, colocándose el cañón en la sien, aprieta el gatillo y cae desplomado.


Cita a ciegas (II)


"Tres renglones tachados valen más que uno añadido."


(Augusto Monterroso: Viaje al centro de la fábula, Anagrama)

viernes, 8 de mayo de 2009

Débiles


Pese a que salía de su página muy pocas veces porque siempre se sentía fatigada, aquella noche, la palabra débil, harta de debates y deberes, decidió dar un paseo por el diccionario. Arrastrando sus letras, recorrió una a una las hojas del grueso volumen, y conoció nuevas palabras. Congenió rápidamente con algunas de ellas, la timidez, el inseguro y el frágil, pero en cambio la fuerza, el vigor y la robustez le causaron un extraño malestar, una desagradable sensación de inferioridad, por lo que enseguida regresó a su página cabizbaja, triste, con el acento medio caído.
A la noche siguiente (las palabras viven por las noches, mientras los dueños de los diccionarios duermen en sus camas creyendo que lo fantástico ocurre sólo en sus sueños) decidió cambiar su situación y se apuntó al gimnasio más cercano, a sólo unas letras de distancia. Durante meses, noche tras noche, sin excepción, estuvo ejercitándose en las máquinas, musculando sus letras con flexiones, pesas
y abdominales. Regresaba a su página al amanecer, exhausta, rendida, mirando por encima del hombro cada vez más robusto a aquellos con los que congenió en su primera salida, burlándose de ellos, desdeñándolos, pero siempre dormía feliz, con la sonrisa en los labios del que cada día se siente más fuerte.
Una mañana, tras la última sesión en el gimnasio, dejó de sentirse insignificante, así que se acercó a un espejo para constatar su transformación y con sorpresa observó que ya no era la palabra débil de siempre, sino que tanto ejercicio lo había convertido en un DÉBIL. En mayúsculas.

jueves, 7 de mayo de 2009

Relaciones atemporales

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A Arboló, que me hizo viajar en el tiempo


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Él vivía a finales del siglo diecinueve; ella a principios del veintiuno. Ese poco más de un siglo de diferencia entre los dos parecía una distancia infranqueable. A veces él se sentaba en el sillón y fumaba en pipa, y se mareaba, o pegaba un sello en una carta manuscrita y la arrojaba a un buzón, sin prisas ni impaciencia, o consultaba la hora en su viejo reloj de bolsillo, unas veces adelantado y otras atrasado. Ella, en cambio, viajaba a lugares para visitar sus gentes y los rincones que no salen en las guías, se impacientaba o se preocupaba muchas veces sin motivo, y vivía sujeta a un teléfono, un ordenador, una agenda y un íntimo círculo de amistades que mantener. La cita parecía imposible pero una extraña mezcla de atrevimiento, caricias y pupilas dilatadas, permitió vencer la distancia temporal. Se encontraron a medio camino, a mediados del siglo veinte. A él se le hizo más pesado el trayecto hasta la década de los cincuenta, pues no estaba acostumbrado a viajar, y menos en el tiempo. Ella parecía llevarlo mejor, aunque a veces temblaba sin motivo o permanecía unos instantes ausente, sonriendo, pensando en quién sabe qué. Estuvieron cuatro días juntos, quizás más. Las manecillas del reloj se movían a su antojo: los minutos se dilataban en horas, y las mañanas se esfumaban como el humo de un cigarrillo entre abrazos, así que perdieron la noción del tiempo. Y también la del espacio. Entre aquellas paredes estaban seguros, aislados del mundo exterior, solos, ellos dos. Pero llegó el momento en que las obligaciones o las responsabilidades familiares ya no podían ser desatendidas y tuvieron que regresar, cada uno a su época. Y aunque sabían que podían salir del tiempo y volver a encontrarse otra vez, cuando quisieran o se atrevieran, la despedida tuvo algo de definitivo. De vuelta a casa, surcando los años en direcciones opuestas, él fantaseaba alegre con la incertidumbre del futuro mientras que ella saboreaba el amargo dulzor de la nostalgia.


Microrrelato-Hiperbreve-Microrrelatos
Foto de Laia Buira

(Publicado en La Bultra, nº 8)

lunes, 4 de mayo de 2009

Retrato robot


Entró en la sala y se sentó frente al ordenador, junto a los dos detectives encargados del caso. Como ya le habrán informado mis compañeros, usted es la única persona que pudo verlo en la escena del crimen, le dijeron, por lo que necesitamos su colaboración para poder reconstruir el rostro del presunto asesino. Les ayudaré, con mucho gusto, en todo lo que pueda, respondió tranquilo a los agentes. En la pantalla apareció un óvalo, al que fueron colocándole poco a poco, siguiendo las minuciosas indicaciones del testigo, una melena corta y rizada, unos ojos rasgados, unos labios carnosos, una nariz aguileña, unas orejas pequeñas aunque con lóbulos de gran tamaño, con un pendiente en el izquierdo, unos pómulos prominentes, un bigote fino y alargado, unas patillas gruesas, y unas cejas muy pobladas, casi unidas sobre la nariz. Cuando el retrato estuvo acabado, los detectives examinaron atentamente el resultado en la pantalla, miraron al testigo y, tras leerle sus derechos, lo esposaron y pasó a disposición judicial, acusado de asesinato en primer grado.

sábado, 2 de mayo de 2009

Segundas opiniones


Hace años, te marchaste para siempre, sin avisar, dejando mi corazón hecho añicos, y yo me quedé solo, destrozándome el hígado para olvidarte. Después de tanto tiempo, el alcohol no ha conseguido borrar tu recuerdo; y para colmo, el doctor sigue empeñado en que sufro un grave problema hepático, cuando en realidad -sólo tú y yo lo sabemos- se trata de una cardiopatía aguda.

viernes, 1 de mayo de 2009

El sapo encantado


Tras pasar media tarde dándole vueltas al asunto, se le ocurrió un buen final y, con una sonrisa pícara, redondeó el relato: "...y entonces la princesa besó al sapo y éste se convirtió en un apuesto príncipe". Terminó de escribir el cuento, repartió copias por todos los aposentos de palacio y se marchó ansioso a su charca a esperar ingenuas princesas lectoras.