lunes, 28 de septiembre de 2009

La bola de cristal


La encontró hace años en el desván, escondida entre las mantas de un viejo baúl, y descubrió que en ella se podía ver el futuro. Se pasó, lógicamente, toda la tarde probándola. No fue a buscar a Carmen a la salida del trabajo, como todos los días, porque la bola le mostró una fuerte discusión entre ambos aquella misma noche. Luego, viendo en el cristal cómo perdía un par de juicios con todo a su favor, decidió que abandonaría la carrera de derecho. Pensó en estudiar medicina, pero la borrosa visión de un fallo mortal con el bisturí durante una operación le hizo rechazar la idea al instante. A partir de entonces, resolvió no emprender ninguna acción sin haber consultado antes en la bola las consecuencias que tendría, para así evitar desgracias.

Ahora, cincuenta años más tarde, sin haber salido apenas del desván durante todo este tiempo, sólo para comprar lo necesario y regresar a toda prisa a casa, reconoce que ha desperdiciado su vida. Ni siquiera se atreve a preguntarle a la bola qué ocurriría si la cogiese y la arrojase contra el suelo.

viernes, 25 de septiembre de 2009

Génesis 7 bis


Durante los cuarenta días y cuarenta noches que duró el diluvio, Noé y compañía fueron simples náufragos a la deriva; los verdaderos amos del mundo fueron los peces.


(Publicado en la revista Siqmunda, nº 2)

jueves, 24 de septiembre de 2009

Relojes


Al principio no percibía el constante tictac pero desde un tiempo para acá lo oye a todas horas, cada vez con más intensidad. Los primeros días, sin embargo, llegaba incluso a parecerle divertido. Al caminar, se entretenía armonizando rítmicamente sus pasos con el acompasado repiqueteo que sólo él escuchaba en su muñeca izquierda, pero también en el pecho y casi sin fuerza en las sienes. A veces se sorprendía a sí mismo moviendo la cabeza y los hombros, mientras marcaba el ritmo con los pies, como bailando, y se reía como un tonto, enrojecido y avergonzado. Pero ahora ya no lo soporta más. El sonido cíclico y penetrante se le ha metido en la cabeza, y no lo abandona nunca: ni en lugares ruidosos ni en el silencio de su apartamento.

El problema, de todos modos, tiene fácil solución: se apunta al pecho con el revólver, a la altura del corazón, y aprieta el gatillo haciendo coincidir la detonación con el último tictac.

martes, 22 de septiembre de 2009

Pandemia


Las versiones son diversas: unos dicen que el primer caso tuvo lugar en un estadio de Madrid, durante un partido de fútbol; otros consideran, basándose en unos informes redactados a toda prisa, que debe situarse en un pueblecito de la costa mediterránea, durante la campaña electoral, justo antes de las elecciones; otros creen que la epidemia no se originó en un solo lugar sino en distintos puntos del planeta de un modo simultáneo. Aunque poco importa ya que localicen el foco inicial de contagio. Nada van a solucionar con eso. Es demasiado tarde.


Durante los primeros días se produjeron multitud de contagios. Los análisis médicos no aportaban ningún dato relevante, no lograban descubrir cómo se transmitía, ni qué la causaba, así que cundió el pánico entre la población. La gente se lanzó en masa a la calle en busca de mascarillas para taparse la boca e impedir la entrada de virus o bacterias, pero al poco la Organización Mundial de la Salud desaconsejó su uso, pues la extraña enfermedad, que provocaba una ligera sordera momentánea acompañada de unas convulsiones faciales, no se transmitía por contacto físico ni a través de las vías respiratorias sino por contacto visual. La población, alarmada e indefensa, se encerró en sus casas. Las ciudades quedaron vacías, sin vida. Los pocos atrevidos que paseaban por las calles lo hacían con la cabeza baja, sin apartar la mirada de sus pies. Pero aun así, en pocas semanas la pandemia -que ya afectaba a más de un tercio de la población mundial, principalmente en el llamado primer mundo- se extendió sin control, en progresión exponencial. Evitar el trato directo con la gente tampoco consiguió detener su implacable avance: cuando se dieron los primeros contagios a través de webcams y de pantallas televisivas, decidimos arrojar la toalla y darnos por vencidos.


Ahora estamos ya todos infectados, pero nos vamos acostumbrando. Tampoco resulta tan complicado llevar una vida normal. Incluso creo que podríamos llegar a olvidar esta pesadilla si no fuera porque de vez en cuando los repentinos achaques -único síntoma de la enfermedad- nos obligan a contraer los músculos de la cara y bostezar.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Albada (XI)


Me despierto solo y –como todas las mañanas- emprendo la desesperada búsqueda por el este, a primera hora, mientras media ciudad todavía duerme. Desde que oí hablar de ella, hace ya una eternidad, la persigo incansablemente, rastreando sus pasos, intuyendo su ruta, soñando con un encuentro que tarde o temprano ha de producirse. Pero aun así, cada día se repite la misma historia de amor frustrado, el mismo intento vano por conseguir acercarme a ella. Todos dicen que somos distintos, que nuestra relación es imposible, pero pese a todo, me niego a aceptar que jamás podré acariciar su cara, ni siquiera la oculta, con mis rosáceos dedos.

martes, 15 de septiembre de 2009

Albada (X)


Me despierto sobre la dureza del suelo y hasta que no abro los ojos y veo la cama en lo alto, con la mesita al lado, y la ropa de ayer pegada en el techo, no comprendo que todo está bocabajo. Me paseo por mi piso invertido, comprobando que todo está al revés, armarios, lavabos, electrodomésticos, lámparas, y lo encuentro gracioso; al llegar a la ventana miro al exterior y comprendo con resignación que estoy encerrado, para siempre, en mi hogar: si intento cruzar la puerta, caeré al cielo.

sábado, 12 de septiembre de 2009

Albada (IX)


Me despierto de golpe y me encuentro tendida en el suelo, desubicada. Un hombre, a mi lado, me mira con incredulidad y sorpresa, inspeccionando cada rincón de mi cuerpo. Los dos estamos desnudos. Antes de lanzarme un guiño y una sonrisa pícara, alza las manos al cielo en señal de agradecimiento, aunque las baja rápidamente para cubrirse una herida reciente debajo de la axila.

jueves, 10 de septiembre de 2009

Triángulo equilátero


El mudo intenta inútilmente seducir al sordo con dulces palabras que jamás llega a pronunciar, mientras éste, de espaldas al mudo y perdido en su silencio, pretende hechizar con sus sensuales miradas al ciego, que a su vez permanece absorto en su oscuridad, ajeno al estéril flirteo de su alrededor.

El amor es ciego. Y sordo. Y mudo.

martes, 8 de septiembre de 2009

Oído


Me despierto tarde, con la cara moteada por el sol que se cuela entre las rendijas de la persiana. Frotándome los ojos con el dorso de la mano –por lo que parece he recuperado la vista- miro el reloj de la mesita asombrado: las once menos cuarto. No entiendo por qué el despertador, que todavía mantiene el piloto de la alarma encendido, no ha sonado. Arrastro los pies desnudos hasta el lavabo y abro el grifo para mojarme la cara repetidas veces con agua fría y ver si eso me despeja. Mirándome en el espejo, ya más despierto, me da la impresión de no haber oído el ruido del chorro de agua contra el mármol, así que lo abro de nuevo y -como ya me había parecido- no se oye nada. Digo qué raro, pero tampoco se escuchan mis palabras. La prueba definitiva, un par de palmadas, silenciosas, me sacan de dudas.

Salgo a la calle y me cruzo con la vecina, que mueve sus labios incomprensiblemente mirándome a los ojos; buenos días, Carmen, a dar un paseo, le respondo, y ella se marcha con una sonrisa satisfecha, supongo que deseándome que me vaya bien. Se me acerca un joven desgarbado, con las manos en los bolsillos, y articula unas palabras que no percibo. No, lo siento, no fumo, le digo, y antes de irse hace una mueca con la boca en la que intuyo un gracias. Entro en el bar de la esquina y me pongo a experimentar con el camarero, arrojando mis frases –que tampoco puedo oír- cuando veo que sus labios dejan de moverse. Buenos días...una cerveza por favor...no gracias, no quiero copa, la beberé a morro...qué le debo...tenga, quédese el cambio...de nada hombre, a usted. Prueba superada. Me termino la cerveza en tres tragos y salgo a la calle sonriente a pasear entre el silencio.

Al anochecer, cierro la puerta de casa, cuelgo las llaves en la tachuela clavada en el marco y suspiro: ha sido una dura jornada. Tras comer en el restaurante, hacer la compra en el supermercado y reír como un tonto en el cine con el inesperado pase de El maquinista de la general, de Buster Keaton, me doy cuenta de que tampoco hablo con demasiada gente a lo largo del día; además, con los pocos que lo hago no tengo ningún problema para comunicarme, supongo que por lo previsibles que resultan nuestras conversaciones, calzadas una y otra vez, repetidas hasta la inexpresión. De todos modos, lo que realmente echo de menos no son esos diálogos mudos e insulsos sino el sonido de un claxon al cruzar la calle sin mirar, o los pájaros que se amontonan en los pocos árboles del paseo que todavía no han podado, o la vieja canción que silbaba aquel anciano sentado en el parque, o el arrítmico golpeo de mis dedos sobre este teclado en el que escribo estas líneas antes de meterme en la cama y asegurarme que la alarma, que deseo oír mañana, esté conectada.

sábado, 5 de septiembre de 2009

Las parcas


La vieja maquinaria, con todas las piezas de pino agrietadas por el tiempo y el uso, funcionaba a buen ritmo. La más joven de las mujeres, Cloto, hilaba la lana; a su lado, Láquesis, devanaba pacientemente la fina hebra alrededor de un carrete de cobre; Átropos, la mayor, sostenía las tijeras doradas mientras observaba embobada el hipnótico movimiento de la rueca. Todo sucedía como de costumbre. Átropos, sin saber muy bien por qué, pues la madeja no era todavía demasiado voluminosa, se dispuso a cortar el hilo. Acercó las tijeras y presionó con firmeza pero, a pesar de sus esfuerzos, el hilo se resistía. Hizo una seña a sus hermanas y el engranaje se detuvo. Las tres se miraron sorprendidas. Cogió las tijeras Cloto, y después Láquesis, aunque ambas obtuvieron idéntico resultado. Al fin, a punto de abandonar, en un último intento desesperado entre las tres, pudieron cortar el hilo. Colocaron la madeja en un rincón, junto a muchas otras, y continuaron con su trabajo.

No demasiado lejos de allí, la policía encontró el cuerpo sin vida de un varón de mediana edad tendido en el suelo de la cocina. La soga que tenía enrollada en el cuello, que al parecer no pudo soportar su peso y se rompió, como demostraba el cabo que colgaba de la viga del techo, sin duda le había provocado la muerte por asfixia. Todo apuntaba a un suicido. Sin embargo, la investigación policial, que todavía sigue abierta, no descarta el asesinato.