viernes, 29 de enero de 2010

Albada (XII)

Se despertó en una cama desconocida, encerrado en un cuerpo que no era el suyo. Comprendió entonces que no había muerto, que los setenta y tantos años que creía haber vivido, eran sólo un sueño extenso, tal vez una larga pesadilla, de la que acababa de despertar. Se tomó medio bote de somníferos, y se acurrucó entre las sábanas, esperando volver a nacer.

martes, 26 de enero de 2010

La voz a ti debida

A su lado, no pasaba desapercibida. Todos advertían su presencia y su voz, y eso le permitía ser alguien, sentirse viva. A su lado, podía chapotear en los charcos enfundada en un chubasquero, desayunar chocolate con churros, y mancharse, o viajar a China, al Machu Pichu o a Chile. Podía reír escuchando chistes y chismorreos, o jugar al parchís con fichas de colores. Podía charlar, trasnochar e incluso emborracharse compartiendo pacharanes y chupitos. Podía bailar el charlestón, la bachata, o llorar con una canción de Machín. Todo eso, sin embargo, sólo era posible a su lado. Distanciados entre sí, ella volvía al anonimato, ausente y callada. Por eso la hache se deprimía cuando la ce la dejaba sola.

viernes, 22 de enero de 2010

Fumar puede matar


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Tras leer la advertencia en la cajetilla de tabaco le cuesta reprimir una sonrisa. Desoyendo el consejo de las autoridades sanitarias, deja que le coloquen el cigarrillo entre los labios y se lo enciendan mientras, maniatado, reposa la espalda sobre el paredón.

lunes, 18 de enero de 2010

Limpia, fija y da esplendor


Me acerqué con unas tijeras de podar a un buen árbol y lo dejé casi sin ramas. Después, arranqué las malas hierbas del jardín, de raíz, y no volvieron a crecer. Eché de comer a los cuervos y vi con mis propios ojos lo mucho que habían crecido. Visité al herrero y le convencí de la utilidad de los cubiertos metálicos. Se hizo de noche y, camino del casino, me crucé con un gato blanco. Perdí todo el dinero en la ruleta y Carmen me abandonó al enterarse. Al fin, la real academia me detuvo por refranicida. Ahora cumplo condena en una celda estrecha y, para que los días me parezcan eternos, me niegan el pan que suplico cada mañana.

viernes, 15 de enero de 2010

Trincheras


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De haber sabido con lo que se iba a encontrar, seguramente habría escogido otra opción. Pero ahora ya no hay marcha atrás. Debe afrontar su elección. Es tarde ya para arrepentirse, y el tiempo corre en su contra.
Atrapado entre el estallido de las bombas, el zumbido de los aviones volando raso, las ráfagas de las ametralladoras y el silbido de las balas, puede distinguir con claridad los gritos de auxilio de los compañeros. Sin embargo, sabe que nada puede hacer para ayudarles. Tirita y se siente fatigado. Tiene el uniforme empapado y lleno de barro. El viento helado de levante le ha congelado ya la piel, mojada por la lluvia que no ha parado de caer durante días. Le entra el miedo en el cuerpo. A su alrededor todo huele a pólvora, a humedad, a muerte. Sabe que esa batalla no servirá para nada, como ninguna de las que se han librado hasta ahora en la tierra. Pero ahí está metido él, por su propia decisión, sin poder culpar a nadie. Ni siquiera consigue divisar al anónimo enemigo en los claroscuros de la batalla. Mordisqueándose nerviosamente el labio, nota el sabor eléctrico de la sangre y ahí ya reconoce que se ha dejado arrebatar en exceso por la lectura, que se ha metido con demasiada intensidad en el papel del soldado protagonista de la narración; por suerte lo tiene fácil para ponerse a salvo: cierra el único libro -una edición pequeña, de bolsillo- que pudo llevar consigo, para distraerse en sus ratos libres, y lo guarda en la mochila, dando por concluido aquel combate.
Instalado de nuevo en la realidad, se arrastra entre el barro de la zanja, coje un fusil y apunta hacia la oscuridad enemiga, mientras confía -entre ruidosas detonaciones y fogonazos cegadores- en poderse permitir otra breve pausa para, pese a todo, terminar de leer la novela.

miércoles, 6 de enero de 2010

Amigo invisible


Como casi todos en estas fechas, pasea encogido entre la muchedumbre cargando en ambos brazos varias bolsas repletas. Y como casi todos, que dejan sus compras para el último día, también tiene prisa. Su misión ahora, a falta de pocos minutos para que cierren las tiendas, es encontrar un cajero. Dobla la esquina y le saluda un Papá Noel mal pagado que luce una sonrisa tan postiza como su tripa. Sin devolverle el saludo -no hay tiempo ni para eso- sigue con su desesperada búsqueda entre consumistas de temporada y tentadores escaparates. Se está haciendo tarde. Alza el cuello de su abrigo al ver que el termómetro de la farmacia marca sólo un par de grados positivos. Al final de la calle encuentra una sucursal bancaria y para no perder tiempo buscando en la billetera vacía abre la puerta con la ayuda de un ticket de metro caducado. Ya en el interior, se acurruca en un rincón y se tapa, como cada noche durante las fiestas, con los cartones y periódicos viejos que extrae de las bolsas. Evidentemente, no pone el pestillo, por si alguien necesita sacar dinero para pagar tus últimos regalos, que arrinconarás seguro a los pocos días.

Este relató participó -sin éxito- en el I Certamen de Microrrelato Navidad Alternaviva

lunes, 4 de enero de 2010

Una noche en el teatro


Recién duchado, perfumado y engalanado con su mejor traje, acude puntual a la cita. La recoge en su casa. La recibe con un ramo de flores y un piropo. Verdaderamente el vestido le sienta muy bien, mucho mejor de lo que sospechaba al escogerlo en la tienda y mandar que se lo enviaran con urgencia. La lleva del brazo hasta el coche. Le abre la puerta. Conduce todo el trayecto con suavidad mientras le pregunta con interés qué tal el día. Le dedica toda su atención. Aparca cerca del teatro, le abre la puerta, y la acompaña hasta la entrada. Saca dos localidades en la taquilla, las dos mejor situadas. Durante el desarrollo de la función, el gran éxito de la temporada, con el mejor elenco de actores, él le va murmurando palabras dulces al oído, como a ella le gusta. De vez en cuando sonríen ruborizados. Acabada la obra, le ayuda a ponerse la chaqueta y con las manos enlazadas se dirigen hacia el coche. Le abre la puerta amablemente. Le endulza el regreso con cuatro anécdotas graciosas y un par de risas. Estaciona en doble fila, la ayuda a bajar del auto y la acompaña del brazo hasta el portal. Allí se despide de ella con un tierno beso, un guiño cómplice y un mañana te llamo. Una velada encantadora, sin duda.
Vuelve a casa sucio, desaliñado, orgulloso de sí mismo, sabiendo que, aunque hace ya meses que no la ama, una noche más ha conseguido representar el papel más difícil: el de galán enamorado.