jueves, 30 de abril de 2009

El fin del mundo


Contigo iría al fin del mundo, me dijiste con valentía aquella tarde. Y ahora, sentada a mi lado ante el precipicio, balanceando los pies, tiemblas como una niña observando el vacío.

lunes, 27 de abril de 2009

La otra vida del árbol


Durante años, el árbol soñó con terminar sus días convertido en un libro. Creía que de ese modo ayudaría a sus congéneres, porque había observado que los hombres, entre otras cosas, no cortan árboles mientras leen. Por eso no se quejó cuando lo talaron, ni cuando lo trituraron para convertirlo en pasta, ni cuando, ya transformado en un montón de hojas de papel, lo introdujeron para su impresión entre los rodillos metálicos de la rotativa. El fin justificaba los medios. Ahora, tras alcanzar un inesperado éxito de ventas, reposa en los estantes de las librerías con el orgullo fingido de ser el mejor manual de tala de árboles que existe en el mercado.

domingo, 26 de abril de 2009

Volvemos después de unos anuncios...

Por compasión


Las mujeres y los niños primero, por compasión, grita solemnemente el capitán del barco desde la cubierta -tras comprobar que no hay espacio para todos en los botes salvavidas- ataviado con una estúpida peluca rubia, los labios pintados, una falda de flores y unos bultos mal puestos bajo la camisa, simulando la voz de una jovencita.



viernes, 24 de abril de 2009

Juan 6. 16-21 bis


Manteniendo a duras penas el equilibrio sobre la inestable barca azotada por las olas, todavía aturdidos por la multiplicación de los panes y los peces que acababan de presenciar, los discípulos vieron cómo alguien se acercaba hacia ellos, caminando con decisión sobre las aguas del lago. Se asustaron, pues creyeron que se trataba de un fantasma, pero enseguida el Maestro los calmó diciendo: Soy yo, no temáis. Y viendo que respiraban aliviados, se dispuso a subir a la pequeña embarcación.
Lo milagroso de la historia –aunque esto ya no lo cuentan las escrituras para no desvirtuar al protagonista- fue que los discípulos pudieran rescatar a tiempo al Maestro mientras, salpicando astillas, se hundía entre las tablas de madera de la cubierta.

lunes, 20 de abril de 2009

En el fondo


En el fondo sabes que te amo, le susurró al oído una noche sin luna antes de lanzarla al río, amordazada, atada de pies y manos. Desde el puente contempló cómo el cuerpo desaparecía bajo las aguas y sólo entonces comprendió que la amaba.

domingo, 19 de abril de 2009

Teatro


Cansado de deambular por la ciudad, el chico entró en el teatro, se acercó hasta la taquilla y compró una entrada. Déme un asiento centradito, por favor, no quiero perderme detalle, dijo sin saber qué obra se representaba. Fila 12, localidad 16. Perfecto, el centro exacto del patio de butacas, pensó mientras un anacrónico acomodador le conducía hasta él. El teatro estaba atestado, pero el silencio insólitamente llenaba –o vaciaba- la sala. Las luces se apagaron y empezó a subir el telón. Aparecieron los actores sentados en bancos de madera, en penumbra, ataviados con unos pomposos vestidos de época y unos peinados extravagantes. De repente, un foco se encendió sobre la cabeza del chico. Entonces, todos los espectadores se giraron hacia él, mirándole fijamente, adoptando las más ridículas posturas, como esperando un gesto suyo, unas palabras. El peso de todas esas miradas empezó a incomodarle y desde el epicentro de la sala exclamó: ¿qué pasa?, ¿se puede saber qué estáis mirando? El público permaneció impasible, como si esas preguntas no fueran dirigidas a ellos, o como si no debieran contestarse para no romper la ilusión. En el fondo se escucharon unos molestos carraspeos, en las primeras filas una pareja bisbiseaba entre risas. ¿Pero qué ocurre? ¿Por qué me miráis a mí? Mientras se secaba con el dorso de la mano el sudor pudo ver cómo desde el lateral del patio de butacas una joven estiraba el cuello para ganar visibilidad. El auditorio entero, incluidos los actores desde el escenario, contemplaban expectantes los movimientos del chico, escuchaban cada una de sus palabras con atención. ¿Es una broma? Pues a mí no me hace ninguna gracia, vociferó el chico bajo la molesta luz del foco, antes de perder la paciencia y deslizarse entre las piernas para buscar la salida indignado. Mientras cruzaba las cortinas de terciopelo rojo pudo escuchar un sonoro aplauso que, sin saber por qué, hizo que respirara satisfecho y vanidoso.


viernes, 17 de abril de 2009

El ermitaño


Llevaba cincuenta años malviviendo en aquella cueva, solo, aislado, evitando a toda costa el contacto con la gente. Había abandonado su hogar y su familia, muy joven, para alejarse de los peligros del mundo, pero paradójicamente eso también le había distanciado de los placeres que conllevan esas mismas tentaciones. Pasaba hambre y sed; sufría calor en verano y frío en invierno; vestía cuatro harapos y le dolía no poder comunicarse con nadie, porque p
ese a que le gustaba estar sin compañía -o al menos eso creía a fuerza de costumbre- odiaba sentirse solo. Pero lo que más detestaba, más allá de las dificultades propias de la vida ascética y anacoreta, era haber pasado casi medio siglo pidiendo a Dios -sin ningún resultado visible- una señal, cualquiera, un pequeño milagro, que le confirmara que su abandono del mundo no había sido en vano, que la decisión que había tomado hacía ya tanto tiempo, no había sido una estupidez. Pero jamás, en los cincuenta años de penitencia voluntaria, recibió respuesta alguna. Ni una leve experiencia mística, ni un minúsculo arrebato de éxtasis, ni la más mínima prueba ni visión paranormal que afianzara y ratificara su fe. Así que un día, harto del silencio del de arriba, y como ya empezaba a dudar de su existencia, comprendió que había malgastado su vida en aquella cueva y decidió matarse.
Se acercó a la orilla del río, se arrancó los colgajos de tela con los que a duras penas tapaba su cuerpo, y desnudo entró en el cauce. Como no sabía nadar, en pocos segundos desapareció bajo la fuerza de la corriente, que lo escupió a la superficie dos horas después, ya hinchado, muerto, y con un gracioso color azulado. Fue una lástima que nadie, ni siquiera él, pudiera ver cómo su cuerpo sin vida surcaba las aguas -milagrosamente- río arriba, a contracorriente.

jueves, 16 de abril de 2009

Si te arrancas una cana...


Empezaba a tener complejos con la alopecia y una mañana, frente al espejo, recordé que mi abuelo siempre decía que cuando te arrancas una cana te salen siete más. Mejor tenerlo blanco que no tenerlo, reconocí. Y me arranqué la más arrogante del ridículo flequillo, a la salud de mi abuelo.
Al rato brotaron en mi ancha frente, muy cerca el uno del otro, siete pelos débiles, blancuzcos. Los arranqué de un tirón, sin demasiado esfuerzo, y aparecieron en su lugar casi medio centenar de canas. Fui estirando uno a uno esos cabellos blancos y comprobando cómo al instante más de media docena de hebras lechosas reemplazaban a su predecesora e iban ocultando mis cada vez menos preocupantes entradas. El crecimiento exponencial de los cabellos convertía el proceso en algo muy sencillo y rápido, casi indoloro. Así, como en un juego, en unos pocos minutos conseguí una frondosa aunque, eso sí, blanca melena. De todos modos no me importaba el color, incluso lo prefería así, porque el pelo cano me daba un aire interesante. Pero entonces vi una cana que destacaba, sola, un dedo por encima de la ceja derecha.
La arranqué y en su lugar salieron otras siete. Me asusté y también las arranqué. Y lo mismo con las que aparecieron en su lugar. Poco a poco mi cara se fue llenando de canas y yo, asustado, las extirpaba a tirones. Debido a la falta de espacio en mi cabeza, mi pecho se fue llenando de cabellos blancos, largos y quebrados. Y mis brazos, mi espalda, mis piernas, mis pies, mis manos...
Ahora, convertido en una repugnante bola de pelo blanco y marginado por todos, ocupo mi tiempo, sin molestar a nadie, escribiendo cosas como ésta.

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martes, 14 de abril de 2009

Cita a ciegas (I)


"Los ignorantes no saben que lo son. Los inteligentes saben perfectamente que lo son. Los sabios, nuevamente, no lo saben."

(Andrés Neuman: El equilibrista. Acantilado, 2005)

lunes, 13 de abril de 2009

El final inesperado


Sobre la mesa, todo está preparado: el ordenador portátil, el cenicero junto a la cajetilla y el encendedor, la taza humeante de té, el bolígrafo y el pequeño cuaderno de notas. Dentro de su cabeza, también está todo dispuesto. El protagonista del relato deberá cruzar la calle, entrar en el edificio, y abandonar conscientemente una maleta oscura de piel con las claves que permitirán cerrar el círculo y desvelar al auténtico culpable. Lleva días dándole vueltas a ese final, sopesando cada detalle, añadiendo y suprimiendo mentalmente escenas, palabras, frases. Y por fin lo tiene. Ahora sólo le queda la fácil tarea de escribirlo.

Enciende un cigarrillo mientras el programa informático abre el documento. Aspira dos bocanadas, lo apoya sobre el canto del cenicero y coloca las manos sobre el teclado. Con los ojos cerrados imagina la escena. O mejor, se imagina en la escena. Puede ver la calle concurrida, el protagonista esperando en frente del edificio, en la acera opuesta, los coches surcando veloces el asfalto. Todo tal y como lo había ideado. Abre, pues, los ojos y se dispone a teclear. Sin apartar la vista de la ventana del tercer piso y, sujetando con firmeza la maleta, cruza la calle. El taxista no puede frenar a tiempo. A pesar de los esfuerzos del personal médico el atropello resulta mortal. Maldita sea. ¿Por qué ha tenido que aparecer ese taxi en mi relato? Mi final es otro, se dice. Coloca el cursor sobre la palabra mortal y lo arrastra hasta el inesperado Sin. Con un dedo borra las tres imprevistas frases y se prepara para escribir el final que tiene ideado, el de la maleta conscientemente olvidada en el interior del edificio. Tras cruzar la calle, se acerca al portal y llama a un timbre. Nadie le contesta. Insiste, aunque con idéntico resultado. Prueba con el del piso inferior, del que tampoco obtiene respuesta. Toca los otros seis pulsadores que quedan, pero el edificio está vacío, o sencillamente nadie le quiere abrir la puerta. Atónito, da media vuelta y regresa a casa sujetando firmemente la maleta. Otra vez. ¿Cómo es posible? Pero si mi final es otro. Repite la operación y borra de nuevo el texto. Pero uno tras otro, los finales que van apareciendo en la pantalla nada tienen que ver con el que él ha concebido durante los días anteriores. En ocasiones, el protagonista consigue entrar en el edificio pero sale a la calle sin dejar olvidada la maleta, en otras logra abandonar la maleta pero ésta termina arrinconada en la oficina de objetos perdidos. Incomprensiblemente no consigue teclear lo que se propone. Recapacita lo ocurrido e intenta extraer conclusiones. Tras mucho pensar advierte que el final quizá no es tan espectacular como él creía, que tambalea en algunos puntos. Definitivamente, durante la semana ingeniará un desenlace más apropiado, más impactante. El otro no sirve, es demasiado previsible, concluye. Apaga pues el último cigarrillo, se termina el té de un trago y, decepcionado consigo mismo, guarda el ordenador portátil en una maleta oscura de piel antes de meterse en la cama.

jueves, 9 de abril de 2009

Recuerdos


Hace un par de días, cariño, mientras paseaba solo por el parque, un chico que no conocía de nada, Juan dijo que se llamaba, se acercó para saludarme. Me comentó que fue un buen amigo tuyo durante un tiempo, y me dio recuerdos para ti. Desde entonces me vienen a la memoria playas en las que jamás me he bañado contigo, evoco habitaciones de hotel en las que no hemos dormido juntos, revivo abrazos y besos que nunca nos hemos dado, y otras cosas que prefiero no mencionar.

miércoles, 8 de abril de 2009

Lapsus linguae

Sí, preciosa, sí... no pares, por favor, no pares... así, así... cómo me gusta, María, cómo me... Carlos calló de repente, ralentizó el lúbrico vaivén y esperó que Carmen, jadeando a horcajadas sobre su cintura, no hubiera escuchado aquel nombre, auténtico fantasma de su pasado. No te preocupes, contestó ella mirándolo con lascivia y acelerando de nuevo el ritmo, a todos nos puede pasar, Ramón, a todos.


martes, 7 de abril de 2009

El elegido


Entre todos los allí presentes, he sido yo el elegido. Sin duda me escogió al azar, pues no creo poseer nada que me distinga de los demás. Soy como la mayoría, ni más alto, ni más delgado, ni más rubio, ni más fogoso. Por ello, nunca pensé que el futuro me depararía un momento como éste, jamás creí que compartiría cama, aunque sólo fuera durante unos pocos minutos, con una chica tan bella. Pero nuestro destino está marcado, y ahora siento el calor de sus dedos, la humedad de sus labios. Noto cómo me enciendo, cómo ardo por dentro, mientras sus ojos –manchados de algo que quiero creer que es amor- me miran fijamente. Desnuda entre las sábanas, entorna sus párpados para intentar esconder esa mirada lujuriosa cada vez que me acerco a su boca. Entro en ella, penetro profundamente en su cuerpo, con lentitud, dejándome llevar, cediendo a su ritmo, sintiendo su respiración más cerca. Y yo me diluyo en partículas volátiles. Pero pese a todo, no soy feliz. Sé que me olvidará con facilidad. Sé que acabaré, como todos los que ya han disfrutado de su compañía, aplastado en un cenicero, convertido en ceniza y humo.

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Pandora

Todos la habían advertido pero ella, desoyendo sus consejos, entró en la pequeña sala en penumbra y abrió el cajón. Entonces, como un torbellino, empezaron a salir uno a uno todos los males: la fotografía de ambos sentados sobre el tronco, la carta que borró las distancias al aparecer por sorpresa en su bolsillo durante aquel viaje que emprendió sin él, la rosa, ahora ya seca, que encontró en la mesa de su oficina, el libro de relatos mitológicos que le había regalado en su aniversario y que jamás había terminado de leer, la cajita de música, las barritas de incienso que solían quemar en sus encuentros, la entrada a aquel concierto tan deseado... Buscó a tientas en el fondo del cajón, creyendo que hallaría -como en la antigua leyenda- la esperanza. Sin embargo, lo que encontró fue la navaja, recuerdo de aquel viaje inolvidable a tierras manchegas, con la que se abrió las venas.

domingo, 5 de abril de 2009

Fama efímera


Gabriel había soñado toda la vida con ser escritor. No un escritor cualquiera, sino uno de prestigio y fama. Y dinero. No se caracterizaba por ser prolífico –todo lo más que había escrito era media docena de cuentos, y un par de novelas que tuvo que abandonar por desavenencias con las musas- y evidentemente jamás había publicado nada. Pese a ello Gabriel no cesaba en su intento por verse coronado de laureles. Deseaba que sus futuros lectores se emocionaran con sus textos tal como él se emocionaba con los de sus autores predilectos; que, incluso después de su propia muerte, sus palabras atrajeran el interés de críticos y estudiosos, y del público en general. Porque eso era precisamente lo que le fascinaba: la posibilidad de trazar un puente que comunicara ambos mundos, el de los vivos y el de los muertos, con el solo gesto de abrir un libro y leer un par de líneas. Sus ídolos literarios habían fallecido mucho tiempo atrás, dejando huérfanas unas obras, convertidas ahora en verdaderos fetiches, que él se encargaba de mantener con vida; porque los libros permanecen muertos –mejor decir catalépticos- hasta que un lector, cualquiera, les devuelve la vida. Le aburría el trato con la gente; consideraba que sus vidas no tenían nada de interesante por ser demasiado reales o, como decía él, poco novelescas. En cambio, cualquier relato ficticio, por soporífero e insufrible que fuese, le cautivaba como ninguna otra cosa; y más aún cuando su autor estaba muerto. Nada le divertía más que la fina ironía de alguien que llevaba veinte años descansando en paz en el cementerio.

Durante años, en busca de la deseada gloria, había enviado numerosas veces sus cuentos a certámenes literarios y premios de narrativa breve, pero siempre conseguía el mismo triste resultado: nada, ni siquiera una nota de agradecimiento por la obra presentada que tantos sufrimientos le había causado. Y eso que siempre participaba en los premios de menor renombre, los que celebraban en los pueblos más remotos e incomunicados de la geografía nacional, para así asegurarse la mínima competencia posible. Si eliminaba de antemano a sus adversarios, sus posibilidades de salir galardonado aumentaban considerablemente. Aunque sus decepciones eran todavía mayores. ¡Cuantas veces habían declarado desierto un premio al que solamente él, y de eso estaba muy seguro gracias a las innumerables indagaciones que realizaba antes de lanzar la carta con el original y diversas copias al buzón, solamente él se había presentado! ¡Cómo iban a reírse las generaciones venideras con sus relatos si ni siquiera eran capaces de convencer a un jurado formado por cuatro analfabetos de pueblo! Pese a las continuas decepciones Gabriel siguió obstinado con su objetivo. Estaba convencido que ganar un premio literario, por insignificante y desconocido que fuera, le catapultaría paulatinamente hacia las más altas cumbres, desde el reconocimiento de su familia –que ya empezaba a mirar con malos ojos la oveja negra que ensuciaba el rebaño- hasta la fama mundial y eterna. La fama. Siempre le había gustado aquella palabra, pero no se convirtió en una obsesión hasta el día en que leyó, no recordaba dónde, que la fama es la única forma de obtener la inmortalidad. Esa frase, en la que pensaba constantemente, había marcado los últimos quince de su existencia más que la muerte de su padre o el desafortunado accidente que a punto estuvo de quitarle la vida, y sin embargo no conseguía recordar de quién era.

Siempre presentaba los mismos relatos, sus tres favoritos, a todos los premios con menos de cinco participantes, y siempre con pseudónimos diferentes, porque llegó a creer que no le otorgarían ningún galardón si descubrían que los cuentos y los nombres, bajo los que ocultaba su identidad, eran siempre los mismos. O sea, que en los años que llevaba enviando relatos a los lugares más recónditos –gasto que llegó a convertirse en impagable- habría utilizado miles de pseudónimos distintos, y ninguno de ellos había recibido todavía galardón. ¡Cuántas horas había gastado ideando nombres originales que pudieran atraer la benevolencia del jurado! Pensó incluso en el soborno, pero su miedo a pasar a la historia de la literatura arrastrando semejante carga en su conciencia le hizo rechazar la idea al instante.

Harto de no ganar ni un miserable accésit, que al fin y al cabo hubiera consolado momentáneamente a Gabriel, decidió profanar sus relatos en un ejercicio de autocrítica para exhumar los errores. Diseccionó al detalle sus textos, línea a línea, palabra a palabra, y no halló el fallo. Pensó que quizás el defecto estuviera en el fondo y no en la forma, y descuartizó ideológica y temáticamente sus escritos, hasta que una tarde, semienterrado en su pequeña habitación entre miles de bolas de papel, recortes y recortes en los que se podía leer desde una palabra hasta párrafos enteros, decenas de libros abiertos y con páginas dobladas, papelitos de un irritante amarillo fluorescente pegados en todos y cada uno de los rincones de la sala, y centenares de bártulos más, concluyó que el error se encontraba en el tema de sus relatos. Nunca se había basado en cosas reales, de este mundo; todos sus referentes habían sido únicamente literarios o, como mucho cinematográficos, pero jamás se había basado, para engendrar una historia, en la vida que palpitaba a su alrededor. Ya estaba decidido: basaría su relato estrella, el que lo elevaría inevitablemente a la gloria, en su propia vida.

Terminó de escribirlo mucho antes de lo que creía, quizás porque conocía a la perfección los personajes y las tramas, pero no le acababa de convencer. Era demasiado real, demasiado verídico para su gusto; pero a quien tenía que agradar era al jurado, después ya llegaría la confirmación del gran público, porque ambos son inseparables, así que solamente por eso, por ofrecerles lo que demandaban, decidió presentarlo a concurso. Si querían historias de la vida real, ahí tenían dos tazas.

El día que recibió la carta se sorprendió al observar el remitente; el ayuntamiento de un pueblo cuyo nombre no recordaba haber visto en toda su vida le enviaba una carta certificada. Firmó en el cuadernillo del cartero con cierta presunción, como si se tratara de su primer autógrafo, y se encerró cautelosamente en el baño para leerla. Con más faltas de ortografía de las deseadas, el concejal de cultura le felicitaba por la obtención del primer premio en el Certamen de relato corto convocado por aquella humilde población; le comunicaba, además, que su cuento sería publicado en breve –ya estaba en prensa- junto con los relatos ganadores de las últimas siete ediciones, con una tirada de doscientos ejemplares, y que le enviarían, lo antes posible, media docena de ellos para que los distribuyera entre sus amistades. Al terminar la segunda lectura, la carta se deslizó entre sus dedos y cayó al suelo, segundos antes de que lo hiciera él, con el rostro paliducho y los ojos en blanco. Por fin lo había conseguido.

No comunicó a nadie la noticia y continuó con su vida normal, aunque dejó de presentar relatos a concursos. Pidió al librero de su ciudad que hiciera lo posible por conseguirle quince ejemplares de su libro, sin confesar, pese a lo mucho que le costó contenerse, que él era uno de los anónimos autores que se escondían bajo las estúpidas siglas AAVV. Los recogió al cabo de una semana y media, y regresó a su casa sin prisa, con ganas de ser visto por todos. Una vez cerrada la puerta principal con la llave por dentro, amontonó uno a uno los libros en el suelo de su habitación hasta que consiguió la altura deseada; se subió encima y se quedó inmóvil unos instantes, con la mirada fijada en el ventanuco, como si posara para la eternidad. Volteó la cuerda circularmente sobre su cabeza, como había visto hacer de pequeño a los cowboys, y cuando calculó que no fallaría el tiro, la lanzó por encima de la viga. Se colocó el círculo que colgaba en el extremo de la cuerda sobre la cabeza, a modo de corona de laurel, antes de deslizarlo lentamente hasta el cuello, y apretó con fuerza pero sin rabia el nudo. Separó las piernas para derrumbar el pedestal alzado con sus libros y el cuerpo de Gabriel quedó colgando con un ligero aunque gracioso balanceo. Al fin sus relatos habían conseguido, como había deseado toda la vida, comunicar ambos mundos, el de los vivos y el de los muertos.


viernes, 3 de abril de 2009

El atropello

A Rubén, que consiguió

meterme en mi cuento



Aquella noche le costaba conciliar el sueño. El calor era pegajoso y el silencio insoportable. Cansado de dar vueltas entre las sábanas, se levantó bruscamente de la cama y se acercó a la ventana. Le sorprendió ver a un tipo deambulando por las calles a esas horas de la madrugada y, tras alcanzar un cigarrillo de la mesita de noche, se apoyó en el alféizar para observar con calma sus movimientos. Aunque su silueta le resultaba familiar, no podía distinguirlo con nitidez. Los cuatro pisos que les separaban y la mala iluminación del barrio impedían que pudiera reconocerlo. El tipo parecía desorientado. O ligeramente borracho. Miraba a un lado y otro de la calle, como buscando algo. Entre calada y calada descartó que se tratara de un ladrón, pues no había ningún coche aparcado en la calzada peatonal. Vio cómo, tambaleándose, cruzaba la calle sin dejar de observar por todas partes, girándose a cada paso, intentando hallar algo que, por lo visto, no aparecía por ningún lado. El chirrido de unos neumáticos, acompañado del estruendo de un motor demasiado revolucionado, rompió el silencio. Desde la ventana pudo ver cómo un coche doblaba la esquina a toda velocidad y se abalanzaba contra el tipo de la calle, que no parecía darse cuenta de lo que sucedía, ensimismado en su búsqueda. Intentó alertarlo con un grito, cuidado, apártate, pero fue inútil. El vehículo arrolló su cuerpo, que quedó tendido bajo las ruedas, inmóvil. Bajó los cuatro pisos apresuradamente, sin pensarlo, con la esperanza de proporcionar algo de ayuda al accidentado, o por lo menos, identificar al conductor del vehículo. Salió del portal y encontró la calle desierta. Ni rastro del coche. Tampoco de la víctima. Absorto, miró a un lado y otro de la calle; atravesó la calzada y se situó en la acera opuesta. No había huellas de neumáticos ni manchas de sangre. Recorrió con la vista el asfalto, sabiendo que no encontraría lo que buscaba. Cruzó de nuevo la calle para regresar a su casa, cabizbajo, atemorizado. No supo qué había ocurrido hasta que escuchó en lo alto del edificio una voz de alerta, cuidado, apártate, pero ya fue demasiado tarde.


(Publicado en La Bultra, nº 1)

Vista


Suena el despertador. Abro los ojos e inesperadamente, no veo nada. Digo inesperadamente porque yo no soy ciego. O, por lo menos, no lo era hasta hoy.

Con un movimiento rutinario bien aprendido –que hago todos los días sin levantar siquiera los párpados- desconecto el despertador y me levanto de la cama. Me visto con alguna dificultad. De hecho, todavía ahora ignoro que llevo puesto encima. Una camisa, sí, pero ¿cuál? ¿La de rayas azules? ¿La de cuadros amarillos y verdes? De todos modos, poco importa. Es evidente que no voy a salir en todo el día de casa. No me atrevo. A duras penas puedo moverme sin tropezar con los miles de obstáculos que han aparecido por arte de magia en los escasos sesenta metros cuadrados de mi piso.
Una vez en la cocina, tras la aventura de cruzar el pasillo a tientas, asumo que no voy a poder prepararme el café de todos los días, y me conformo con un trago de leche fría, directamente del cartón, acompañado de unas galletas. No necesito más: he perdido la visión, pero también el apetito.
Busco algo para matar el tiempo, y empiezo a descartar las opciones habituales. No puedo poner la televisión. Nada me molesta más que escuchar la voz de alguien y no poder ver su cara ni sus gestos. Supongo que por eso tampoco tengo radio. No puedo leer. Mi biblioteca se ha convertido de repente en un montón de papel inútil, si no lo era ya antes. No puedo llamar por teléfono a nadie para contarle lo que me ocurre porque no veo los nombres en la agenda. Además, no recuerdo dónde dejé el móvil ayer. Y aunque hace doce años que vivo en el mismo piso, ahora no consigo moverme con soltura en él. No puedo hacer nada.
Me acerco al ordenador encendido, siempre a punto, escribo estas líneas (por suerte estudié de joven mecanografía, y como puede comprobarse, con grandes resultados) y me vuelvo a la cama para intentar dormir.
A ver qué ocurre cuando despierte.

jueves, 2 de abril de 2009

Ambos


Abrazados y exhaustos entre las sábanas, se miran todavía con una mezcla de ternura y pasión. La irrefrenable atracción que experimentan sus cuerpos añadida a la excitación que sienten sus almas por ceder ante lo prohibido, convierten sus encuentros furtivos en algo más que simples citas entre amantes. Suena el teléfono en la mesita de noche. Ella cruza un dedo en sus labios, rogándole silencio, y descuelga el auricular. La conversación dura poco, apenas el tiempo de encender un cigarrillo y darle un par de caladas. Era Juan, mi marido. Dice que está reunido contigo, que tenéis que cerrar un negocio muy importante con unos inversores alemanes y que se quedará hasta tarde en la oficina. Ambos sueltan una sonora carcajada, que se prolonga hasta que ella sugiere brindar por su esposo, por la increíble facilidad que demuestra inventando excusas. A él le parece una excelente idea pero, ayudándose de un oportuno guiño, la pospone para cuando regrese del baño. Le alarga el cigarrillo, le da un cálido beso, mordiéndole suavemente el labio, y se dirige al pequeño aseo contiguo al dormitorio.
Abre el grifo y se refresca la cara y la nuca, no sin antes comprobar con el dorso de la mano la temperatura del agua. Coge una toalla y mientras abre la puerta empujándola suavemente con el pie, se va secando la cara. Aparta la toalla de los ojos y advierte con asombro que no se encuentra en el dormitorio, sino en otro lugar. Unas bailarinas en topless se contonean sensualmente cogidas a una barra. En el local, atiborrado de gente y humo, se escuchan ritmos caribeños e indecencias bajo las luces rojas. Desubicado, intenta reconocer entre las mesas alguna cara conocida. No le cuesta demasiado. En la mesa de enfrente, entre dos mulatas de dudosa reputación, Juan saborea un habano y le recrimina haber estado tanto tiempo en los servicios sabiendo que lo estaban esperando. Entonces, una de las chicas apaga el cigarrillo en el cenicero y, mientras se acaricia con la punta de la lengua un pequeño rasguño en el labio, le acerca una copa y alza la suya, permaneciendo en silencio, esperando quizás unas palabras, quién sabe si un brindis pendiente.

Mutilaciones


Llego a casa, me acomodo en la butaca y, todavía con los guantes de lana puestos, me voy desatando lentamente los cordones. En la calle hace un frío espantoso. Con la punta del zapato derecho empujo el talón del izquierdo. El zapato cae con un ruido sordo sobre la alfombra, pero mi pie no aparece como de costumbre al final del pantalón. El corte es indoloro y limpio, como en una ilustración de un libro de anatomía. Sin asustarme demasiado repito la operación, con ligeros cambios y algunas dificultades añadidas, pues dispongo de un pie menos, en el otro zapato. Idéntico resultado. No brota sangre de ninguna de las cuatro partes seccionadas. Curioso. Me arrastro por el salón hasta llegar al teléfono. Me quito de un tirón el guante izquierdo para buscar en la agenda tu número pero del final de la manga no surge mi mano. Cojo el bolígrafo con la única mano que me queda y escribo estas líneas. Quién sabe si serán las últimas.

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