domingo, 5 de abril de 2009

Fama efímera


Gabriel había soñado toda la vida con ser escritor. No un escritor cualquiera, sino uno de prestigio y fama. Y dinero. No se caracterizaba por ser prolífico –todo lo más que había escrito era media docena de cuentos, y un par de novelas que tuvo que abandonar por desavenencias con las musas- y evidentemente jamás había publicado nada. Pese a ello Gabriel no cesaba en su intento por verse coronado de laureles. Deseaba que sus futuros lectores se emocionaran con sus textos tal como él se emocionaba con los de sus autores predilectos; que, incluso después de su propia muerte, sus palabras atrajeran el interés de críticos y estudiosos, y del público en general. Porque eso era precisamente lo que le fascinaba: la posibilidad de trazar un puente que comunicara ambos mundos, el de los vivos y el de los muertos, con el solo gesto de abrir un libro y leer un par de líneas. Sus ídolos literarios habían fallecido mucho tiempo atrás, dejando huérfanas unas obras, convertidas ahora en verdaderos fetiches, que él se encargaba de mantener con vida; porque los libros permanecen muertos –mejor decir catalépticos- hasta que un lector, cualquiera, les devuelve la vida. Le aburría el trato con la gente; consideraba que sus vidas no tenían nada de interesante por ser demasiado reales o, como decía él, poco novelescas. En cambio, cualquier relato ficticio, por soporífero e insufrible que fuese, le cautivaba como ninguna otra cosa; y más aún cuando su autor estaba muerto. Nada le divertía más que la fina ironía de alguien que llevaba veinte años descansando en paz en el cementerio.

Durante años, en busca de la deseada gloria, había enviado numerosas veces sus cuentos a certámenes literarios y premios de narrativa breve, pero siempre conseguía el mismo triste resultado: nada, ni siquiera una nota de agradecimiento por la obra presentada que tantos sufrimientos le había causado. Y eso que siempre participaba en los premios de menor renombre, los que celebraban en los pueblos más remotos e incomunicados de la geografía nacional, para así asegurarse la mínima competencia posible. Si eliminaba de antemano a sus adversarios, sus posibilidades de salir galardonado aumentaban considerablemente. Aunque sus decepciones eran todavía mayores. ¡Cuantas veces habían declarado desierto un premio al que solamente él, y de eso estaba muy seguro gracias a las innumerables indagaciones que realizaba antes de lanzar la carta con el original y diversas copias al buzón, solamente él se había presentado! ¡Cómo iban a reírse las generaciones venideras con sus relatos si ni siquiera eran capaces de convencer a un jurado formado por cuatro analfabetos de pueblo! Pese a las continuas decepciones Gabriel siguió obstinado con su objetivo. Estaba convencido que ganar un premio literario, por insignificante y desconocido que fuera, le catapultaría paulatinamente hacia las más altas cumbres, desde el reconocimiento de su familia –que ya empezaba a mirar con malos ojos la oveja negra que ensuciaba el rebaño- hasta la fama mundial y eterna. La fama. Siempre le había gustado aquella palabra, pero no se convirtió en una obsesión hasta el día en que leyó, no recordaba dónde, que la fama es la única forma de obtener la inmortalidad. Esa frase, en la que pensaba constantemente, había marcado los últimos quince de su existencia más que la muerte de su padre o el desafortunado accidente que a punto estuvo de quitarle la vida, y sin embargo no conseguía recordar de quién era.

Siempre presentaba los mismos relatos, sus tres favoritos, a todos los premios con menos de cinco participantes, y siempre con pseudónimos diferentes, porque llegó a creer que no le otorgarían ningún galardón si descubrían que los cuentos y los nombres, bajo los que ocultaba su identidad, eran siempre los mismos. O sea, que en los años que llevaba enviando relatos a los lugares más recónditos –gasto que llegó a convertirse en impagable- habría utilizado miles de pseudónimos distintos, y ninguno de ellos había recibido todavía galardón. ¡Cuántas horas había gastado ideando nombres originales que pudieran atraer la benevolencia del jurado! Pensó incluso en el soborno, pero su miedo a pasar a la historia de la literatura arrastrando semejante carga en su conciencia le hizo rechazar la idea al instante.

Harto de no ganar ni un miserable accésit, que al fin y al cabo hubiera consolado momentáneamente a Gabriel, decidió profanar sus relatos en un ejercicio de autocrítica para exhumar los errores. Diseccionó al detalle sus textos, línea a línea, palabra a palabra, y no halló el fallo. Pensó que quizás el defecto estuviera en el fondo y no en la forma, y descuartizó ideológica y temáticamente sus escritos, hasta que una tarde, semienterrado en su pequeña habitación entre miles de bolas de papel, recortes y recortes en los que se podía leer desde una palabra hasta párrafos enteros, decenas de libros abiertos y con páginas dobladas, papelitos de un irritante amarillo fluorescente pegados en todos y cada uno de los rincones de la sala, y centenares de bártulos más, concluyó que el error se encontraba en el tema de sus relatos. Nunca se había basado en cosas reales, de este mundo; todos sus referentes habían sido únicamente literarios o, como mucho cinematográficos, pero jamás se había basado, para engendrar una historia, en la vida que palpitaba a su alrededor. Ya estaba decidido: basaría su relato estrella, el que lo elevaría inevitablemente a la gloria, en su propia vida.

Terminó de escribirlo mucho antes de lo que creía, quizás porque conocía a la perfección los personajes y las tramas, pero no le acababa de convencer. Era demasiado real, demasiado verídico para su gusto; pero a quien tenía que agradar era al jurado, después ya llegaría la confirmación del gran público, porque ambos son inseparables, así que solamente por eso, por ofrecerles lo que demandaban, decidió presentarlo a concurso. Si querían historias de la vida real, ahí tenían dos tazas.

El día que recibió la carta se sorprendió al observar el remitente; el ayuntamiento de un pueblo cuyo nombre no recordaba haber visto en toda su vida le enviaba una carta certificada. Firmó en el cuadernillo del cartero con cierta presunción, como si se tratara de su primer autógrafo, y se encerró cautelosamente en el baño para leerla. Con más faltas de ortografía de las deseadas, el concejal de cultura le felicitaba por la obtención del primer premio en el Certamen de relato corto convocado por aquella humilde población; le comunicaba, además, que su cuento sería publicado en breve –ya estaba en prensa- junto con los relatos ganadores de las últimas siete ediciones, con una tirada de doscientos ejemplares, y que le enviarían, lo antes posible, media docena de ellos para que los distribuyera entre sus amistades. Al terminar la segunda lectura, la carta se deslizó entre sus dedos y cayó al suelo, segundos antes de que lo hiciera él, con el rostro paliducho y los ojos en blanco. Por fin lo había conseguido.

No comunicó a nadie la noticia y continuó con su vida normal, aunque dejó de presentar relatos a concursos. Pidió al librero de su ciudad que hiciera lo posible por conseguirle quince ejemplares de su libro, sin confesar, pese a lo mucho que le costó contenerse, que él era uno de los anónimos autores que se escondían bajo las estúpidas siglas AAVV. Los recogió al cabo de una semana y media, y regresó a su casa sin prisa, con ganas de ser visto por todos. Una vez cerrada la puerta principal con la llave por dentro, amontonó uno a uno los libros en el suelo de su habitación hasta que consiguió la altura deseada; se subió encima y se quedó inmóvil unos instantes, con la mirada fijada en el ventanuco, como si posara para la eternidad. Volteó la cuerda circularmente sobre su cabeza, como había visto hacer de pequeño a los cowboys, y cuando calculó que no fallaría el tiro, la lanzó por encima de la viga. Se colocó el círculo que colgaba en el extremo de la cuerda sobre la cabeza, a modo de corona de laurel, antes de deslizarlo lentamente hasta el cuello, y apretó con fuerza pero sin rabia el nudo. Separó las piernas para derrumbar el pedestal alzado con sus libros y el cuerpo de Gabriel quedó colgando con un ligero aunque gracioso balanceo. Al fin sus relatos habían conseguido, como había deseado toda la vida, comunicar ambos mundos, el de los vivos y el de los muertos.


6 comentarios:

Chirli dijo...

Quantes vegades no hauré sentit aquest sentiment de tenir ilusió per alguna cosa i ser tan estúpid de contindre'm d'explicar-li a la gent del meu entorn amb la, de vegades, estùpida idea de que no deu interessar a ningú?
Un relat ben curiós, que m'ha permés veure'm per uns instants en aquestes situacions, però mirant des de fora.
Gràcies.

Gloria Estrada dijo...

Creo que elegí un mal día para leer tu Fama efímera... desató una tristeza que estaba a punto de salir pero no había tenido detonante. Debe ser porque me gusta la palabra efímero y porque es la que mejor describe todas las cosas de la vida, la vida misma.

también recordé que hay un insecto que, aunque se llama cachipolla, se conoce como efímero, sólo vive un día.

un saludo.

Oriana P. S. dijo...

Nunca, pero nunca, me hubiera podido haber imaginado un final como éste, Víctor. Se me puso la piel de gallina.

Clap, clap, clap.

Víctor dijo...

Veure les coses desde la distància, Chirli, es molt positiu. Requereix molt esforç però dóna molts fruits.

Pues lo siento si te entristeció, Gloria. Prueba de lerlo cuando tengas un día más animado.

Gracias por el aplauso, Oriana. En realidad, hace ya bastante que escribí este relato. Fue en una práctica de creación literaria, en la universidad. O sea, que me alegra que todavía perdure.

bajoqueta dijo...

Jo ja m'esperava el final perquè havies posat l'enllaç al conte dels penjats :)

És desesperant, però es rendeix fàcilment, ja que tots els concursos estan amanyats. S'han de tenir coneixences i no escriure bé :)

Víctor dijo...

Tens tota la raó, Bajoqueta. Tots (o quasi tots) els concursos estan amanyats. I és una llàstima. Ara, que jo no me penjaré com el prota per guanyar o perdre un premi. Com a molt penjaré els contes a la web, o al jurat dels webs. Una abraçada.