Empezaba a tener complejos con la alopecia y una mañana, frente al espejo, recordé que mi abuelo siempre decía que cuando te arrancas una cana te salen siete más. Mejor tenerlo blanco que no tenerlo, reconocí. Y me arranqué la más arrogante del ridículo flequillo, a la salud de mi abuelo.
Al rato brotaron en mi ancha frente, muy cerca el uno del otro, siete pelos débiles, blancuzcos. Los arranqué de un tirón, sin demasiado esfuerzo, y aparecieron en su lugar casi medio centenar de canas. Fui estirando uno a uno esos cabellos blancos y comprobando cómo al instante más de media docena de hebras lechosas reemplazaban a su predecesora e iban ocultando mis cada vez menos preocupantes entradas. El crecimiento exponencial de los cabellos convertía el proceso en algo muy sencillo y rápido, casi indoloro. Así, como en un juego, en unos pocos minutos conseguí una frondosa aunque, eso sí, blanca melena. De todos modos no me importaba el color, incluso lo prefería así, porque el pelo cano me daba un aire interesante. Pero entonces vi una cana que destacaba, sola, un dedo por encima de la ceja derecha.
La arranqué y en su lugar salieron otras siete. Me asusté y también las arranqué. Y lo mismo con las que aparecieron en su lugar. Poco a poco mi cara se fue llenando de canas y yo, asustado, las extirpaba a tirones. Debido a la falta de espacio en mi cabeza, mi pecho se fue llenando de cabellos blancos, largos y quebrados. Y mis brazos, mi espalda, mis piernas, mis pies, mis manos...
Ahora, convertido en una repugnante bola de pelo blanco y marginado por todos, ocupo mi tiempo, sin molestar a nadie, escribiendo cosas como ésta.
Publicado también en Breves no tan breves
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