Cansado de deambular por la ciudad, el chico entró en el teatro, se acercó hasta la taquilla y compró una entrada. Déme un asiento centradito, por favor, no quiero perderme detalle, dijo sin saber qué obra se representaba. Fila 12, localidad 16. Perfecto, el centro exacto del patio de butacas, pensó mientras un anacrónico acomodador le conducía hasta él. El teatro estaba atestado, pero el silencio insólitamente llenaba –o vaciaba- la sala. Las luces se apagaron y empezó a subir el telón. Aparecieron los actores sentados en bancos de madera, en penumbra, ataviados con unos pomposos vestidos de época y unos peinados extravagantes. De repente, un foco se encendió sobre la cabeza del chico. Entonces, todos los espectadores se giraron hacia él, mirándole fijamente, adoptando las más ridículas posturas, como esperando un gesto suyo, unas palabras. El peso de todas esas miradas empezó a incomodarle y desde el epicentro de la sala exclamó: ¿qué pasa?, ¿se puede saber qué estáis mirando? El público permaneció impasible, como si esas preguntas no fueran dirigidas a ellos, o como si no debieran contestarse para no romper la ilusión. En el fondo se escucharon unos molestos carraspeos, en las primeras filas una pareja bisbiseaba entre risas. ¿Pero qué ocurre? ¿Por qué me miráis a mí? Mientras se secaba con el dorso de la mano el sudor pudo ver cómo desde el lateral del patio de butacas una joven estiraba el cuello para ganar visibilidad. El auditorio entero, incluidos los actores desde el escenario, contemplaban expectantes los movimientos del chico, escuchaban cada una de sus palabras con atención. ¿Es una broma? Pues a mí no me hace ninguna gracia, vociferó el chico bajo la molesta luz del foco, antes de perder la paciencia y deslizarse entre las piernas para buscar la salida indignado. Mientras cruzaba las cortinas de terciopelo rojo pudo escuchar un sonoro aplauso que, sin saber por qué, hizo que respirara satisfecho y vanidoso.
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