jueves, 17 de diciembre de 2009

Superstición


El único modo de conseguir que tu número salga premiado el próximo martes consiste en hacerlo añicos, en romper el décimo en pedazos minutos antes del sorteo, le aseguró aquella anciana. Le tocó el Gordo. Y lo celebró arrojándose por encima un carísimo confeti multicolor.

domingo, 13 de diciembre de 2009

Museos


Estoy harto de tanto museo, cansado de ver siempre lo mismo. Es un verdadero suplicio, un tostón insufrible. Yo no quiero venir, claro está, pero ellos al final siempre acaban obligándome y me llevan donde quieren. A mí, si te digo la verdad, me aburren, no me gustan, porque me parecen todos iguales. Visto uno, vistos todos. Te lo digo yo, que he estado sin remedio ni elección en cientos de ellos. Y en los mejores, no te creas: en el Louvre, en  el Metropolitan, en el Museo Británico, en el Guggenheim… He recorrido –obligado- miles de quilómetros, he cruzado océanos, y todos, absolutamente todos, me parecen idénticos, como si fueran siempre el mismo, repetido una y otra vez.  En cada museo revivo la misma escena, contemplo con resignación cómo los visitantes se acercan con expresión de asombro, o decepcionados, y me fotografían una y otra vez, a través de los gruesos cristales de la vitrina en la que estoy expuesto.

jueves, 10 de diciembre de 2009

Cine de terror


A medida que la protagonista va subiendo las escaleras de la vieja mansión, a oscuras y en silencio, ella -medio engullida en la butaca de la fila siete- aprieta cada vez más fuerte la mano de su novio, que con cuatro arrumacos durante la cola para comprar las entradas ha conseguido convencerla para que vieran esa película. Como presiente el último sobresalto, ese previsible encontronazo con el supuesto psicópata asesino, cierra los párpados en un acto instintivo mientras sigue aferrándose con firmeza a la mano de su prometido, sintiéndose así más segura. Al instante se escucha en la sala, al unísono, un grito turbador. Y otro. Y otro. Y otro más. Cuando cesan los alaridos, abre los ojos y a su alrededor van surgiendo, poco a poco, los cuerpos desmembrados de los espectadores, las butacas ensangrentadas, las cabezas mutiladas. Incrustada en la butaca, con la vista fija en la gran pantalla –desde donde la protagonista, sentada en el último escalón de la escalinata, sonríe maliciosa- suelta asustada la mano de su novio, que cae a sus pies con un ruido sordo y se queda inerte con la palma hacia arriba.

viernes, 4 de diciembre de 2009

Incomunicación


En una de sus muchas rondas nocturnas, el vigilante del museo se percata del cruce distante de miradas y sonrisas que mantienen -desde sus respectivos cuadros, uno frente al otro- el muchacho renacentista con túnica y la joven naïf recostada en el lecho. Una dilatación de la pupila casi imperceptible, un destello fugaz en la mirada, un rápido y leve parpadeo, un guiño pícaro, una minúscula contracción del labio. Pero no dice a nadie nada para que no lo tomen por loco.

A la mañana siguiente, antes de que se abran las puertas al público, la encargada de la limpieza imagina medio avergonzada tórridas escenas furtivas y fantasea con fogosos abrazos goteantes, mientras va fregando unas pequeñas manchas de pintura, todavía húmedas, que han aparecido en el suelo entre ambos cuadros. Tampoco lo comenta con nadie.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Protagonista


El escritor mueve el cursor y abre el documento guardado pocas horas antes. Aunque ya tiene el final muy claro –sólo queda que el sicario apriete el gatillo-, prefiere releer los dos últimos párrafos, para meterse en la escena. En el primero encuentra al protagonista, de espaldas a la puerta, mecanografiando unos papeles a toda prisa, hecho que le impide percatarse de la presencia del intruso. Hasta ahí bien. Sin embargo, el escritor recuerda haber dejado colgada la historia en ese momento, así que se extraña cuando ve, en ese último párrafo, cómo el protagonista teclea sobre el papel que la víctima, ensimismada en la pantalla del portátil, no repara en que un sicario le empieza a vaciar el cargador de su pistola por la espalda. Punto final, concluye el protagonista.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

La primera noche


La noche que fue conducida a palacio y ofrecida al sultán, la hija del visir no tuvo ningún miedo. Su plan era infalible. Sabía que nada iba a fallar, que todas esas noches leyendo relatos a la luz del candil, quemándose las pestañas, recordando antiguas leyendas y escuchando nuevas versiones, tratando de memorizar los personajes, las tramas, los desenlaces, ideando el modo de mantener la tensión y el interés, de crear incertidumbres, de engarzar un cuento con otro y así conseguir aplazar su ejecución hasta la siguiente noche, sabía que todo eso, no había sido un esfuerzo inútil. Se tendió, pues, sobre el lecho y tras brindar con el sultán empezó a contarle la primera historia.

Puso todo su empeño en aquella narración: gesticulaba exageradamente, como escenificando las acciones a medida que sucedían, anunciaba trepidantes aventuras inminentes, para dejarle insatisfecho, con ganas de más, incluso modulaba su voz según intervenía un personaje u otro. En el punto álgido de la narración, cuando estaba a punto de posponer el desenlace, pretextando una supuesta jaqueca producida por el viaje a palacio, el sultán alzó el brazo y profirió:

- Y entonces llega el mercader a su casa y se da cuenta de que todo su tesoro ha quedado reducido a tres monedas de plata, porque el mendigo al que ha negado un trozo de pan en el templo y el que se las dio días atrás, asegurándole que se multiplicarían debido a su buena acción, son la misma persona. Ese cuento ya me lo sé. Me lo contaba mi abuelo cuando era pequeño.

Y a la mañana siguiente, con los primeros rayos de sol reluciendo sobre la afilada hoja, fue decapitada.

domingo, 15 de noviembre de 2009

El arte de la tortura


Las escenas iniciales son de gran crudeza y el trato siempre inhumano. Los métodos, de lo más variopintos; existen incluso manuales y videos explicativos, muy didácticos. Nos atan, nos queman con sopletes, nos arrancan la piel a tiras, nos arrojan productos que irritan las zonas sensibles, nos clavan objetos punzantes, nos rocían con líquidos inflamables y nos prenden fuego, nos sumergen en agua hirviendo, nos meten en hornos... La tortura, en cualquier caso, acaba con la muerte.
Pese a todo, nadie denuncia estas prácticas y cada vez son más quienes lo consideran un arte. Desgraciadamente, los amantes de la gastronomía proliferan deprisa, sin nada que los detenga.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Prueba de fuego

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Esta vez no erraré el tiro, me digo mientras apunto a este civil inocente, al que ni siquiera han dejado fumar un último cigarrillo. El capitán sospecha que disparo al suelo, que no me atrevo a matar a mis enemigos, y para comprobarlo me ha despertado antes del alba y me ha ordenado asesinar a este pobre joven. No puedo fallar porque de lo contrario podría acusarme de traición y mandarme fusilar.
Cuando grita fuego, desvío la pistola hacia el capitán y vacío el cargador. Uno menos. Mientras arrojo la pistola al chico y le ordeno que huya, voy buscando una piedra con la que golpearme.


(Este microrrelato participó -sin éxito- en el concurso "Relatos en cadena" de la SER y Escuela de Escritores)

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Despertares


Se despertó, empapado de sudor, en el sillón de su ático. Ladeó la cabeza y observó, a través de la enorme ventana, que estaba amaneciendo. Se preguntó qué hacía durmiendo en el sillón y cómo había llegado hasta allí. Una serie de imágenes, un tanto confusas, se arremolinaron en su cabeza y se sumaron al martilleo interior que repiqueteaba en ella desde que había abierto los ojos. Recordaba haber estado tomando unas copas –demasiadas, pensó mientras se dibujaba una sonrisa en su cara- con unos amigos en un bar del centro, pero después sólo conseguía que unas imágenes inconexas se mezclaran en el recuerdo. Una conversación –sobre qué- con un joven oriental, una discusión –por qué- con un vagabundo que dormía en un portal, un rápido trayecto en un coche –hacia dónde- conducido con mucha prisa por un tipo con los ojos excesivamente abiertos, un antro atiborrado de humo y gente vestida de negro.
El seco ruido de unos cristales rompiéndose a su lado junto al sillón lo devolvió a la realidad de su ático, mientras un frío espantoso le recorría de arriba a abajo la columna. Vivía solo y únicamente él tenía la llave. Nadie podía estar allí sin su permiso, sin que él le hubiera dejado entrar. Se giró con un rápido movimiento, semejante a un espasmo, y su codo topó con un vaso que se desplazó unos centímetros, los suficientes como para que cayera al suelo, sin hacer el más mínimo ruido. Se quedó unos segundos inmóvil, aterrido, mirando el vaso hecho añicos sobre un líquido dorado que se desplazaba rápidamente hacia las patas de la pequeña mesa auxiliar de la que había caído. No lo podía creer. No lo quería creer. Todo tiene un orden. Primero tenía que caer el vaso y luego hacer ruido, las cosas funcionaban así, desde siempre. Le vino a la cabeza la lejana imagen de su maestro, gordo y calvo, mirándole fijamente y repitiéndole por enésima vez que el orden de los factores no altera el producto. Qué pasa ahora, pensó como si lo tuviera delante.
Para intentar quitarse el miedo de encima se repitió hasta creérselo que el alcohol tenía la culpa; seguramente había sido una pequeña alteración de sus sentidos. Tenía que serlo, no había otra opción. El timbre de la puerta sonó una vez, tímido y entrecortado; un momento después volvió a sonar, esta vez más enérgico. Se levantó del sillón un poco aturdido y, rodeando los cristales para no clavárselos en sus pies descalzos, se dirigió sigilosamente a la puerta y acercó el ojo a la mirilla. Quién podía ser. No vio a nadie en el descansillo y se sobresaltó. De repente se abrió la puerta del ascensor y apareció una chica joven, demasiado maquillada, que se aproximó poco decidida hasta la puerta. Desde el interior vio cómo la mano de la chica se acercaba vacilante hacia el pulsador del timbre y desaparecía de su campo de visión. No oyó nada. Quizás no se ha atrevido a llamar, pensó. La joven se ahuecó el pelo con ambas manos, respiró hondo, y volvió a tocar el pulsador con firmeza, aunque él, petrificado ante la puerta, no percibió ningún sonido. Había vuelto a ocurrir. La chica había pulsado el timbre segundos después de que éste hubiera sonado.
Una idea terrible le impidió abrir la puerta: los labios de esa chica moviéndose para pronunciar lo que él ya habría escuchado unos instantes antes. Pensó que quizás a su voz también le ocurría lo mismo, pero no se atrevió a decir nada. Intentar entablar una conversación con ella en esas condiciones le pareció tarea de locos y le faltó el coraje para hacerlo. Se giró en redondo y se dirigió lentamente, aturdido, hacia el centro de la pieza. Se tapó la cara con ambas manos y, con los ojos cerrados, intentó tranquilizarse un poco aunque no lo consiguió. La imagen y el sonido no coincidían, no eran simultáneos. Como en las películas piratas mal grabadas o en las conexiones vía satélite de los corresponsales, pensó mientras una mueca, mezcla de risa y horror, deformaba su rostro. Pasó las manos por sus cabellos, echándoselos hacia atrás, y al abrir los ojos, vio los cristales rotos en el suelo, con el hielo ya casi derretido. Escuchó un ruido sordo, como de pisadas que se alejaban de donde él se encontraba; el crujir de algo que caía y se astillaba; el estrépito de una cristalera que se hacía pedazos; un grito desesperado que se perdía pisos abajo. Reconoció su propia voz en ese grito y se estremeció. Miró fijamente la ventana a escasos metros, esperándole, y empezó a correr hacia ella, sin poder esquivar la mesita de madera que cayó al suelo y se destrozó silenciosamente.

(También publicado en Breves no tan breves)

lunes, 2 de noviembre de 2009

Gusto

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Me despierta muy temprano el estridente sonido de la alarma. Por primera vez en la vida -y sin que sirva de precedente- me alegra oírla, así que la dejo sonar unos segundos antes de pararla. Doy una palmada para asegurarme y tras escuchar un sordo clap, compruebo con alivio que he recuperado el oído. Me levanto de la cama, enciendo la radio y mientras tarareo la canción de turno, me preparo un café.
Hojeando –por ponerle un verbo- el periódico en el portátil le doy el primer sorbo a la taza humeante, pero de tan caliente no noto el sabor. Mientras espero que se enfríe un poco, enciendo el cigarrillo sin el que soy incapaz de despertar y también lo encuentro insípido. Empiezo a sospechar. Destapo el azucarero, lleno una cucharilla y la vierto sobre la lengua. Nada. Cojo el salero y lo agito encima de la boca sin ningún resultado. No hay vuelta de hoja: he perdido el sentido del gusto.
Como tampoco me parece tan grave la pérdida, incluso intuyo sus ventajas, aprovecho para probar ese queso azul del aguinaldo que tanto asco me da, aunque no olvido taparme la nariz porque, afortunadamente, todavía tengo olfato. No está mal. Ni bien. Mastico después un par de guindillas. Insulsas. Exprimo un par de limones y me bebo el jugo de un sorbo sin hacer ninguna mueca. Después me aventuro a probar algunas cosas -que por escatológicas no voy a confesar- sin que mi paladar note ningún sabor. Tras estos experimentos, y con una sonrisa incrédula, me cepillo a conciencia los dientes y me dirijo a la oficina.
Terminada la jornada laboral, ficho y me dirijo a recoger a mi novia a su trabajo. Le doy un beso, que ella se encarga de alargar, antes de preguntarle qué tal el día. Mientras me responde que bien, como siempre, y me propone ir al cine, reparo en que tampoco noto en sus besos el sabor habitual. Me excuso diciéndole que estoy muy cansado, que mejor vayamos otro día, y tras acompañarla a su casa, regreso a la mía, me meto en la cama y acepto que la pérdida de ese sentido es más importante de lo que en un principio creía. Espero, por lo menos, dormir a gusto esta noche.

viernes, 30 de octubre de 2009

Génesis 8 bis

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Después de cuarenta días, Noé quiso comprobar si las aguas por fin se habían secado y soltó una paloma que tras volar durante horas regresó exhausta buscando una superficie en la cubierta donde posarse para descansar. Siete días más tarde -intuyendo ya la amenaza de un motín causado por la escasez de alimentos- volvió a soltarla confiando que encontrara tierra, pero de nuevo regresó agotada, sin ningún indicio de la bajada de las aguas. Esperó otra semana y casi sin esperanzas liberó de nuevo a la paloma. Esta vez regresó con una ramita de olivo en el pico, pero el águila la divisó en el horizonte antes que el capitán del arca y, muerta de hambre como estaba, la devoró. Al ver que no regresaba la paloma, Noé perdió la fe y se arrojó por la borda. Extendida la noticia entre la tripulación, su familia fue devorada por los animales poco antes de encallar en tierra firme. Más tarde, Dios solucionó el imprevisto con un poco de barro, un par de soplos y una pequeña manipulación de las escrituras.

miércoles, 28 de octubre de 2009

Ópera

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¿Voces arrebatadoras? ¿Sopranos cautivadoras? ¿Cantos conmovedores? Pues yo no creo que sea para tanto, susurra indignada al finalizar el primer acto mientras agita las escamas ocultas bajo el largo vestido.

lunes, 26 de octubre de 2009

Replay

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El campeonato se decide en esa última jornada así que nada va a moverlo ya del sillón situado enfrente del televisor, ni la falta de cigarrillos ni las recomendaciones del doctor. Además, el comentarista acaba de anunciar que el eterno rival ha perdido su partido contra todo pronóstico, así que a su equipo le basta sólo un gol para alzar una copa que se le ha resistido durante toda la historia del club. Pero poco falta para el pitido final y ese gol –con el que ha soñado desde niño, durante toda su larga vida- no llega. No le queda casi tiempo. Ni uñas. Pero la esperanza no debe perderse nunca. En la última jugada, sobrepasado ya el tiempo de descuento, el delantero de su equipo se planta solo ante el portero y le eleva el balón con una suave vaselina. La pelota va describiendo una fina parábola mientras él, con la vista clavada en la pantalla, va repitiendo sí, va, por favor, sí, sí. Pero no. El balón toca el travesaño y sale fuera de puerta en el preciso instante que el árbitro señala el final del encuentro, diluyendo sus sueños con tres toques cortos de silbato.

Hundido en el sillón, casi sin parpadear, se niega a asumir la derrota. Sabe que su equipo no tendrá otra oportunidad como esa y en el caso que la tuviera, él ya no vivirá para verlo. La edad no perdona. Mientras, el realizador se empeña en fastidiarle repitiendo la ocasión que acaba de desperdiciar el que hasta hace unos instantes era su ídolo. Observa de nuevo cómo, tras romper el fuera de juego de la defensa rival, el delantero se queda solo ante el guardameta y le pica el balón por encima. Acompaña de nuevo el arco que describe la pelota, a cámara lenta, pero esta vez la pelota toca el travesaño y se cuela en la portería. Las siguientes repeticiones, desde todos los ángulos posibles, vuelven a mostrar cómo el balón acaba entre las redes, una y otra vez, tras golpear la madera. Su corazón no soporta tanta emoción y se detiene -dejándole una sonrisa de satisfacción en los labios- momentos antes de que se empiecen a escuchar en la calle los vítores y gritos de la hinchada rival celebrando el título.

jueves, 22 de octubre de 2009

Adicta al fútbol


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Cuando retozo entre las sábanas de mi cama con mi amante, sólo los sábados o los domingos, aunque también algún día entre semana, me encanta escuchar los partidos de fútbol por la radio. Me excita. Me enciende como ninguna otra cosa. Oír esa voz ya tan conocida estremeciéndose en cada oportunidad, en cada remate, jadeando y celebrando los goles desde su puesto de comentarista en el estadio, mientras yo, tan lejos de él, consumo mi infidelidad, me pone a mil. Mi amante cree que se trata de una perversión inconfesable como cualquier otra, y no le da mayor importancia. Mejor así; no sé cómo reaccionaría si se enterase que el locutor es mi marido.

martes, 20 de octubre de 2009

Funerales


--> -->Por lo regular no nos molestamos en acompañar al difunto hasta la bóveda o sepultura, sino que damos media vuelta y salimos todos juntos, comentando las incidencias del velorio.
Julio Cortázar, “Conducta en los velorios”
Historias de cronopios y de famas
¿Que si conocía al difunto? Claro que no. No hace falta conocerlo para venir a su funeral. Créame, joven, incluso es más divertido si no se le conoce de nada. Y no soy la única, no se vaya pensar. Todas ésas que ve ahí, sí, ahí a mi derecha, son amigas mías y tampoco saben quién es. O mejor dicho, quién fue. Se estará preguntando por qué venimos entonces, ¿no? La respuesta es bien sencilla. A nuestra edad hay pocas cosas que consigan entretenernos y un funeral es una de ellas. No ponga esa cara, joven, no es tan extraño. Con la pensión que tenemos no nos podemos permitir despilfarrar el dinero en cines o en teatros, y asistir a un funeral tampoco está tan mal. Créame, a nosotras incluso nos apasiona. Casi todas las tardes miramos la página de esquelas en el diario y elegimos cuál será el más interesante del día siguiente. Discutimos en muchas ocasiones, sabe, porque tenemos gustos distintos, pero al final siempre nos ponemos de acuerdo y elegimos uno. Bueno, casi siempre. A veces es difícil decidirse por uno en concreto y vamos a dos o tres funerales el mismo día, para que ninguna de nosotras se disguste. Pero esos días acabamos muy agotadas. Porque, oiga, elegir uno entre tantos es una tarea muy complicada. A unas nos gustan los funerales de jóvenes; se llora muchísimo, el dolor y las emociones no se pueden reprimir, y con un poco de suerte podemos ver el desmayo de la madre y cómo se la llevan al exterior los servicios de urgencia entre murmullos. Es un espectáculo conmovedor. Y real, no como en el teatro o en el cine. Sepa que no hay nada que me enoje más que ver reaparecer, cuando la función ya ha terminado, a Romeo y Julieta entre aplausos mientras yo todavía estoy llorando sus muertes. Aunque a esos funerales hay que llegar media horita antes para poder encontrar un hueco entre los bancos, es lo malo que tienen, porque a nuestra edad ya se imaginará que no estamos para aguantar de pie toda la ceremonia. En cambio a otras les gustan los funerales de ancianos. Son más tranquilos, porque la familia ya se ha hecho a la idea; es una muerte que no se desea, pero se espera resignado su llegada, ya se sabe, los tópicos de siempre, para que esté sufriendo es mejor que nos deje, y esas cosas. A mi me aburren porque hay poca gente pero a veces no hay otra opción.
Además, a mi me encantan las flores, sabe joven, y ya me dirá usted en qué otro lugar se pueden ver tantas y tan bonitas hoy en día. ¿A usted no le gustan las flores, verdad? Ya me parecía. A mi tampoco me gustaban pero con el paso de los años he ido cambiando y ahora no puedo vivir sin ellas. Y es una pena porque en estos tiempos si una quiere que le regalen rosas ya puede ir pensando en morirse, porque sino no hay manera. No se ría, por favor. Cuando yo era joven me regalaban ramos casi todos los días y ahora ya sólo aspiro a una corona con dedicatoria. Ya ve cómo están las cosas a mi edad. ¿Quiere que le cuente un secreto? En todos estos años que llevo viniendo a funerales he llegado a una conclusión. Acérquese, joven, que no quiero que me oigan, porque hoy se da el caso. Cuando a un difunto lo despiden con muchas flores es que no le han demostrado en vida todo lo que le querían. Y entonces compran flores y más flores para evidenciar ante los que venimos a su funeral, porque el difunto ya no las puede ver, la buena relación que tenían. Pero a mi edad, joven, ya no me engañan. Y luego están los sacerdotes, que cada uno tiene su propio estilo. Los hay que declaman como verdaderos actores, como el de la Parroquia de San José, en el centro, pero también están los que hablan sin ganas ni emoción, o los que leen a toda prisa para poder terminar cuanto antes la ceremonia. Qué falta de consideración. Y créame, de los primeros, de los buenos, hay muy pocos. Si quiere que le diga la verdad es una pena que en las esquelas no aparezca el nombre del sacerdote que oficiará el funeral, porque de ese modo nos evitaríamos muchas decepciones. Sí, joven, no me mire así. Hay días en que vamos ilusionadas a un funeral, esperando ver un gran espectáculo, y por culpa del sacerdote nos tenemos que marchar antes de la eucaristía, sin poder dar el pésame a la familia. Y créame que es mucho más humillante que levantarse de la butaca del cine o del teatro.
Pero lo mejor, joven, es entrar en la iglesia sin saber ni siquiera el nombre del difunto. Porque a veces vamos a los funerales sin haber mirado las páginas de esquelas, y entonces dejamos que el funeral nos elija a nosotras y no nosotras a él. En esos casos nos divertimos intentando adivinar el sexo y la edad del fallecido, porque sepa que por las caras y el aspecto de la familia se puede saber si el difunto es hombre o mujer, y se puede acertar su edad con un margen de error muy pequeño. Me avergüenza un poco decirle esto, joven, pero a veces incluso apostamos algo de dinero. Pero muy poco, no se crea, sólo para darle una pizca de emoción, ya le he dicho lo de la pensión. Por cierto, ¿usted conoce al difunto?, porque si es hombre y tiene setenta y dos años me llevaré un buen pellizco.

martes, 13 de octubre de 2009

Prêt-à-porter

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Las persianas bajan a las nueve en punto de la noche, ocultando el interior a las miradas curiosas e insomnes de la calle. Entonces, cuando se queda sola en la tienda tras una interminable jornada laboral de la que no puede quejarse pues carece de contrato, ocupa las horas probándose vestidos, faldas, blusas y bolsos, soñando con una vida mejor, más libre. Al amanecer, después de una noche de fantasía y quimeras, vuelve a enfundarse la ropa de trabajo y se coloca en el escaparate, adoptando la rígida postura forzada de cada día, esperando que suban de nuevo las persianas.

viernes, 9 de octubre de 2009

Génesis 22 bis


Les pareció a todos que Abraham actuó con clemencia y justicia cuando, ya con el cuchillo en la mano, le perdonó la vida a su hijo. A todos, menos a mí, que fui el carnero encargado de suplir a Isaac en el altar del sacrificio.

miércoles, 7 de octubre de 2009

Feliz aniversario


Regresa a casa pasadas las once y mientras cierra la puerta con sigilo lanza -alargando las os más de lo habitual- un hola cariño, qué tal, que se queda sin respuesta. Cuando aparece por el marco de la puerta, todavía sin sacarse el abrigo, encuentra a su mujer de brazos cruzados, apretando los labios y frunciendo el ceño.


- De dónde vienes a estas horas- le pregunta a quemarropa.

- Nada, que he tenido que ir...

- Cállate, haz el favor. No aguanto más excusas. En realidad me da igual de dónde vienes. Cada año lo mismo. ¿No sabes qué día es hoy?

- Cariño no te pongas así, yo te lo explico; resulta que...

- Ni siquiera lo recuerdas. Debería darte vergüenza. Pero que va a darte a ti, que jamás en todo este tiempo has tenido un detalle conmigo. La culpa es mía, por esperar un gesto tuyo. Si ya no te pido joyas, o viajes, o un fin de semana romántico en un hotel, tú y yo solos. Si me conformaría con unas flores. Pero ni eso. Mira que soy ilusa.

- Princesa, no te pongas así. Lo que ha pasado es que....

- Vale, por favor. Y no me llames princesa. Estoy harta del mismo número cada año. Mira, ¿sabes qué? Me voy a la cama. Y que duermas bien en el sofá. A ver si así la próxima vez te acuerdas.


Cruza por su lado sin tan siquiera mirarle y cierra la puerta del dormitorio con un sonoro portazo. Desconcertado, arrastrando los pies, sale de la salita y se acerca al armario en desuso que hay en el pasillo. Tantea la parte superior, a ciegas, hasta que da con una pequeña llave. Tras soplarla para quitarle el polvo, la utiliza para abrir con un chirrido el cajón inferior y colocar -sobre un manto de pétalos secos, unas reservas de hotel caducadas y unas viejas entradas de teatro- una cajita, adornada con un lazo, que contiene el anillo del que tanto le ha estado hablando ella durante las últimas semanas. Cada año igual, se dice, y encaja su cuerpo en el estrecho sofá.

lunes, 5 de octubre de 2009

Diagnóstico acertado




Mientras aguarda los resultados de las pruebas clínicas, con los dedos cruzados y un ligero temblor en las rodillas, el paciente intenta tranquilizarse mirando los diplomas que cuelgan en las parades. El doctor, con frialdad, extrae del sobre una hoja repleta de gráficos, números y palabras incomprensibles, sellada y rubricada en la parte inferior, y carraspea antes de leerla.
- Umm... los análisis médicos no suelen equivocarse, joven, y aquí dice que uno de nosotros debería estar seriamente preocupado, porque le queda muy poco tiempo de vida –arroja a bocajarro el doctor, sin poder reprimir una sonrisa macabra.
- Pues espero que esta vez tampoco se equivoquen –contesta el paciente sacando la pistola de su bolsa de mano.

lunes, 28 de septiembre de 2009

La bola de cristal


La encontró hace años en el desván, escondida entre las mantas de un viejo baúl, y descubrió que en ella se podía ver el futuro. Se pasó, lógicamente, toda la tarde probándola. No fue a buscar a Carmen a la salida del trabajo, como todos los días, porque la bola le mostró una fuerte discusión entre ambos aquella misma noche. Luego, viendo en el cristal cómo perdía un par de juicios con todo a su favor, decidió que abandonaría la carrera de derecho. Pensó en estudiar medicina, pero la borrosa visión de un fallo mortal con el bisturí durante una operación le hizo rechazar la idea al instante. A partir de entonces, resolvió no emprender ninguna acción sin haber consultado antes en la bola las consecuencias que tendría, para así evitar desgracias.

Ahora, cincuenta años más tarde, sin haber salido apenas del desván durante todo este tiempo, sólo para comprar lo necesario y regresar a toda prisa a casa, reconoce que ha desperdiciado su vida. Ni siquiera se atreve a preguntarle a la bola qué ocurriría si la cogiese y la arrojase contra el suelo.

viernes, 25 de septiembre de 2009

Génesis 7 bis


Durante los cuarenta días y cuarenta noches que duró el diluvio, Noé y compañía fueron simples náufragos a la deriva; los verdaderos amos del mundo fueron los peces.


(Publicado en la revista Siqmunda, nº 2)

jueves, 24 de septiembre de 2009

Relojes


Al principio no percibía el constante tictac pero desde un tiempo para acá lo oye a todas horas, cada vez con más intensidad. Los primeros días, sin embargo, llegaba incluso a parecerle divertido. Al caminar, se entretenía armonizando rítmicamente sus pasos con el acompasado repiqueteo que sólo él escuchaba en su muñeca izquierda, pero también en el pecho y casi sin fuerza en las sienes. A veces se sorprendía a sí mismo moviendo la cabeza y los hombros, mientras marcaba el ritmo con los pies, como bailando, y se reía como un tonto, enrojecido y avergonzado. Pero ahora ya no lo soporta más. El sonido cíclico y penetrante se le ha metido en la cabeza, y no lo abandona nunca: ni en lugares ruidosos ni en el silencio de su apartamento.

El problema, de todos modos, tiene fácil solución: se apunta al pecho con el revólver, a la altura del corazón, y aprieta el gatillo haciendo coincidir la detonación con el último tictac.

martes, 22 de septiembre de 2009

Pandemia


Las versiones son diversas: unos dicen que el primer caso tuvo lugar en un estadio de Madrid, durante un partido de fútbol; otros consideran, basándose en unos informes redactados a toda prisa, que debe situarse en un pueblecito de la costa mediterránea, durante la campaña electoral, justo antes de las elecciones; otros creen que la epidemia no se originó en un solo lugar sino en distintos puntos del planeta de un modo simultáneo. Aunque poco importa ya que localicen el foco inicial de contagio. Nada van a solucionar con eso. Es demasiado tarde.


Durante los primeros días se produjeron multitud de contagios. Los análisis médicos no aportaban ningún dato relevante, no lograban descubrir cómo se transmitía, ni qué la causaba, así que cundió el pánico entre la población. La gente se lanzó en masa a la calle en busca de mascarillas para taparse la boca e impedir la entrada de virus o bacterias, pero al poco la Organización Mundial de la Salud desaconsejó su uso, pues la extraña enfermedad, que provocaba una ligera sordera momentánea acompañada de unas convulsiones faciales, no se transmitía por contacto físico ni a través de las vías respiratorias sino por contacto visual. La población, alarmada e indefensa, se encerró en sus casas. Las ciudades quedaron vacías, sin vida. Los pocos atrevidos que paseaban por las calles lo hacían con la cabeza baja, sin apartar la mirada de sus pies. Pero aun así, en pocas semanas la pandemia -que ya afectaba a más de un tercio de la población mundial, principalmente en el llamado primer mundo- se extendió sin control, en progresión exponencial. Evitar el trato directo con la gente tampoco consiguió detener su implacable avance: cuando se dieron los primeros contagios a través de webcams y de pantallas televisivas, decidimos arrojar la toalla y darnos por vencidos.


Ahora estamos ya todos infectados, pero nos vamos acostumbrando. Tampoco resulta tan complicado llevar una vida normal. Incluso creo que podríamos llegar a olvidar esta pesadilla si no fuera porque de vez en cuando los repentinos achaques -único síntoma de la enfermedad- nos obligan a contraer los músculos de la cara y bostezar.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Albada (XI)


Me despierto solo y –como todas las mañanas- emprendo la desesperada búsqueda por el este, a primera hora, mientras media ciudad todavía duerme. Desde que oí hablar de ella, hace ya una eternidad, la persigo incansablemente, rastreando sus pasos, intuyendo su ruta, soñando con un encuentro que tarde o temprano ha de producirse. Pero aun así, cada día se repite la misma historia de amor frustrado, el mismo intento vano por conseguir acercarme a ella. Todos dicen que somos distintos, que nuestra relación es imposible, pero pese a todo, me niego a aceptar que jamás podré acariciar su cara, ni siquiera la oculta, con mis rosáceos dedos.

martes, 15 de septiembre de 2009

Albada (X)


Me despierto sobre la dureza del suelo y hasta que no abro los ojos y veo la cama en lo alto, con la mesita al lado, y la ropa de ayer pegada en el techo, no comprendo que todo está bocabajo. Me paseo por mi piso invertido, comprobando que todo está al revés, armarios, lavabos, electrodomésticos, lámparas, y lo encuentro gracioso; al llegar a la ventana miro al exterior y comprendo con resignación que estoy encerrado, para siempre, en mi hogar: si intento cruzar la puerta, caeré al cielo.

sábado, 12 de septiembre de 2009

Albada (IX)


Me despierto de golpe y me encuentro tendida en el suelo, desubicada. Un hombre, a mi lado, me mira con incredulidad y sorpresa, inspeccionando cada rincón de mi cuerpo. Los dos estamos desnudos. Antes de lanzarme un guiño y una sonrisa pícara, alza las manos al cielo en señal de agradecimiento, aunque las baja rápidamente para cubrirse una herida reciente debajo de la axila.

jueves, 10 de septiembre de 2009

Triángulo equilátero


El mudo intenta inútilmente seducir al sordo con dulces palabras que jamás llega a pronunciar, mientras éste, de espaldas al mudo y perdido en su silencio, pretende hechizar con sus sensuales miradas al ciego, que a su vez permanece absorto en su oscuridad, ajeno al estéril flirteo de su alrededor.

El amor es ciego. Y sordo. Y mudo.

martes, 8 de septiembre de 2009

Oído


Me despierto tarde, con la cara moteada por el sol que se cuela entre las rendijas de la persiana. Frotándome los ojos con el dorso de la mano –por lo que parece he recuperado la vista- miro el reloj de la mesita asombrado: las once menos cuarto. No entiendo por qué el despertador, que todavía mantiene el piloto de la alarma encendido, no ha sonado. Arrastro los pies desnudos hasta el lavabo y abro el grifo para mojarme la cara repetidas veces con agua fría y ver si eso me despeja. Mirándome en el espejo, ya más despierto, me da la impresión de no haber oído el ruido del chorro de agua contra el mármol, así que lo abro de nuevo y -como ya me había parecido- no se oye nada. Digo qué raro, pero tampoco se escuchan mis palabras. La prueba definitiva, un par de palmadas, silenciosas, me sacan de dudas.

Salgo a la calle y me cruzo con la vecina, que mueve sus labios incomprensiblemente mirándome a los ojos; buenos días, Carmen, a dar un paseo, le respondo, y ella se marcha con una sonrisa satisfecha, supongo que deseándome que me vaya bien. Se me acerca un joven desgarbado, con las manos en los bolsillos, y articula unas palabras que no percibo. No, lo siento, no fumo, le digo, y antes de irse hace una mueca con la boca en la que intuyo un gracias. Entro en el bar de la esquina y me pongo a experimentar con el camarero, arrojando mis frases –que tampoco puedo oír- cuando veo que sus labios dejan de moverse. Buenos días...una cerveza por favor...no gracias, no quiero copa, la beberé a morro...qué le debo...tenga, quédese el cambio...de nada hombre, a usted. Prueba superada. Me termino la cerveza en tres tragos y salgo a la calle sonriente a pasear entre el silencio.

Al anochecer, cierro la puerta de casa, cuelgo las llaves en la tachuela clavada en el marco y suspiro: ha sido una dura jornada. Tras comer en el restaurante, hacer la compra en el supermercado y reír como un tonto en el cine con el inesperado pase de El maquinista de la general, de Buster Keaton, me doy cuenta de que tampoco hablo con demasiada gente a lo largo del día; además, con los pocos que lo hago no tengo ningún problema para comunicarme, supongo que por lo previsibles que resultan nuestras conversaciones, calzadas una y otra vez, repetidas hasta la inexpresión. De todos modos, lo que realmente echo de menos no son esos diálogos mudos e insulsos sino el sonido de un claxon al cruzar la calle sin mirar, o los pájaros que se amontonan en los pocos árboles del paseo que todavía no han podado, o la vieja canción que silbaba aquel anciano sentado en el parque, o el arrítmico golpeo de mis dedos sobre este teclado en el que escribo estas líneas antes de meterme en la cama y asegurarme que la alarma, que deseo oír mañana, esté conectada.