viernes, 20 de noviembre de 2009

Protagonista


El escritor mueve el cursor y abre el documento guardado pocas horas antes. Aunque ya tiene el final muy claro –sólo queda que el sicario apriete el gatillo-, prefiere releer los dos últimos párrafos, para meterse en la escena. En el primero encuentra al protagonista, de espaldas a la puerta, mecanografiando unos papeles a toda prisa, hecho que le impide percatarse de la presencia del intruso. Hasta ahí bien. Sin embargo, el escritor recuerda haber dejado colgada la historia en ese momento, así que se extraña cuando ve, en ese último párrafo, cómo el protagonista teclea sobre el papel que la víctima, ensimismada en la pantalla del portátil, no repara en que un sicario le empieza a vaciar el cargador de su pistola por la espalda. Punto final, concluye el protagonista.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

La primera noche


La noche que fue conducida a palacio y ofrecida al sultán, la hija del visir no tuvo ningún miedo. Su plan era infalible. Sabía que nada iba a fallar, que todas esas noches leyendo relatos a la luz del candil, quemándose las pestañas, recordando antiguas leyendas y escuchando nuevas versiones, tratando de memorizar los personajes, las tramas, los desenlaces, ideando el modo de mantener la tensión y el interés, de crear incertidumbres, de engarzar un cuento con otro y así conseguir aplazar su ejecución hasta la siguiente noche, sabía que todo eso, no había sido un esfuerzo inútil. Se tendió, pues, sobre el lecho y tras brindar con el sultán empezó a contarle la primera historia.

Puso todo su empeño en aquella narración: gesticulaba exageradamente, como escenificando las acciones a medida que sucedían, anunciaba trepidantes aventuras inminentes, para dejarle insatisfecho, con ganas de más, incluso modulaba su voz según intervenía un personaje u otro. En el punto álgido de la narración, cuando estaba a punto de posponer el desenlace, pretextando una supuesta jaqueca producida por el viaje a palacio, el sultán alzó el brazo y profirió:

- Y entonces llega el mercader a su casa y se da cuenta de que todo su tesoro ha quedado reducido a tres monedas de plata, porque el mendigo al que ha negado un trozo de pan en el templo y el que se las dio días atrás, asegurándole que se multiplicarían debido a su buena acción, son la misma persona. Ese cuento ya me lo sé. Me lo contaba mi abuelo cuando era pequeño.

Y a la mañana siguiente, con los primeros rayos de sol reluciendo sobre la afilada hoja, fue decapitada.

domingo, 15 de noviembre de 2009

El arte de la tortura


Las escenas iniciales son de gran crudeza y el trato siempre inhumano. Los métodos, de lo más variopintos; existen incluso manuales y videos explicativos, muy didácticos. Nos atan, nos queman con sopletes, nos arrancan la piel a tiras, nos arrojan productos que irritan las zonas sensibles, nos clavan objetos punzantes, nos rocían con líquidos inflamables y nos prenden fuego, nos sumergen en agua hirviendo, nos meten en hornos... La tortura, en cualquier caso, acaba con la muerte.
Pese a todo, nadie denuncia estas prácticas y cada vez son más quienes lo consideran un arte. Desgraciadamente, los amantes de la gastronomía proliferan deprisa, sin nada que los detenga.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Prueba de fuego

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Esta vez no erraré el tiro, me digo mientras apunto a este civil inocente, al que ni siquiera han dejado fumar un último cigarrillo. El capitán sospecha que disparo al suelo, que no me atrevo a matar a mis enemigos, y para comprobarlo me ha despertado antes del alba y me ha ordenado asesinar a este pobre joven. No puedo fallar porque de lo contrario podría acusarme de traición y mandarme fusilar.
Cuando grita fuego, desvío la pistola hacia el capitán y vacío el cargador. Uno menos. Mientras arrojo la pistola al chico y le ordeno que huya, voy buscando una piedra con la que golpearme.


(Este microrrelato participó -sin éxito- en el concurso "Relatos en cadena" de la SER y Escuela de Escritores)

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Despertares


Se despertó, empapado de sudor, en el sillón de su ático. Ladeó la cabeza y observó, a través de la enorme ventana, que estaba amaneciendo. Se preguntó qué hacía durmiendo en el sillón y cómo había llegado hasta allí. Una serie de imágenes, un tanto confusas, se arremolinaron en su cabeza y se sumaron al martilleo interior que repiqueteaba en ella desde que había abierto los ojos. Recordaba haber estado tomando unas copas –demasiadas, pensó mientras se dibujaba una sonrisa en su cara- con unos amigos en un bar del centro, pero después sólo conseguía que unas imágenes inconexas se mezclaran en el recuerdo. Una conversación –sobre qué- con un joven oriental, una discusión –por qué- con un vagabundo que dormía en un portal, un rápido trayecto en un coche –hacia dónde- conducido con mucha prisa por un tipo con los ojos excesivamente abiertos, un antro atiborrado de humo y gente vestida de negro.
El seco ruido de unos cristales rompiéndose a su lado junto al sillón lo devolvió a la realidad de su ático, mientras un frío espantoso le recorría de arriba a abajo la columna. Vivía solo y únicamente él tenía la llave. Nadie podía estar allí sin su permiso, sin que él le hubiera dejado entrar. Se giró con un rápido movimiento, semejante a un espasmo, y su codo topó con un vaso que se desplazó unos centímetros, los suficientes como para que cayera al suelo, sin hacer el más mínimo ruido. Se quedó unos segundos inmóvil, aterrido, mirando el vaso hecho añicos sobre un líquido dorado que se desplazaba rápidamente hacia las patas de la pequeña mesa auxiliar de la que había caído. No lo podía creer. No lo quería creer. Todo tiene un orden. Primero tenía que caer el vaso y luego hacer ruido, las cosas funcionaban así, desde siempre. Le vino a la cabeza la lejana imagen de su maestro, gordo y calvo, mirándole fijamente y repitiéndole por enésima vez que el orden de los factores no altera el producto. Qué pasa ahora, pensó como si lo tuviera delante.
Para intentar quitarse el miedo de encima se repitió hasta creérselo que el alcohol tenía la culpa; seguramente había sido una pequeña alteración de sus sentidos. Tenía que serlo, no había otra opción. El timbre de la puerta sonó una vez, tímido y entrecortado; un momento después volvió a sonar, esta vez más enérgico. Se levantó del sillón un poco aturdido y, rodeando los cristales para no clavárselos en sus pies descalzos, se dirigió sigilosamente a la puerta y acercó el ojo a la mirilla. Quién podía ser. No vio a nadie en el descansillo y se sobresaltó. De repente se abrió la puerta del ascensor y apareció una chica joven, demasiado maquillada, que se aproximó poco decidida hasta la puerta. Desde el interior vio cómo la mano de la chica se acercaba vacilante hacia el pulsador del timbre y desaparecía de su campo de visión. No oyó nada. Quizás no se ha atrevido a llamar, pensó. La joven se ahuecó el pelo con ambas manos, respiró hondo, y volvió a tocar el pulsador con firmeza, aunque él, petrificado ante la puerta, no percibió ningún sonido. Había vuelto a ocurrir. La chica había pulsado el timbre segundos después de que éste hubiera sonado.
Una idea terrible le impidió abrir la puerta: los labios de esa chica moviéndose para pronunciar lo que él ya habría escuchado unos instantes antes. Pensó que quizás a su voz también le ocurría lo mismo, pero no se atrevió a decir nada. Intentar entablar una conversación con ella en esas condiciones le pareció tarea de locos y le faltó el coraje para hacerlo. Se giró en redondo y se dirigió lentamente, aturdido, hacia el centro de la pieza. Se tapó la cara con ambas manos y, con los ojos cerrados, intentó tranquilizarse un poco aunque no lo consiguió. La imagen y el sonido no coincidían, no eran simultáneos. Como en las películas piratas mal grabadas o en las conexiones vía satélite de los corresponsales, pensó mientras una mueca, mezcla de risa y horror, deformaba su rostro. Pasó las manos por sus cabellos, echándoselos hacia atrás, y al abrir los ojos, vio los cristales rotos en el suelo, con el hielo ya casi derretido. Escuchó un ruido sordo, como de pisadas que se alejaban de donde él se encontraba; el crujir de algo que caía y se astillaba; el estrépito de una cristalera que se hacía pedazos; un grito desesperado que se perdía pisos abajo. Reconoció su propia voz en ese grito y se estremeció. Miró fijamente la ventana a escasos metros, esperándole, y empezó a correr hacia ella, sin poder esquivar la mesita de madera que cayó al suelo y se destrozó silenciosamente.

(También publicado en Breves no tan breves)

lunes, 2 de noviembre de 2009

Gusto

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Me despierta muy temprano el estridente sonido de la alarma. Por primera vez en la vida -y sin que sirva de precedente- me alegra oírla, así que la dejo sonar unos segundos antes de pararla. Doy una palmada para asegurarme y tras escuchar un sordo clap, compruebo con alivio que he recuperado el oído. Me levanto de la cama, enciendo la radio y mientras tarareo la canción de turno, me preparo un café.
Hojeando –por ponerle un verbo- el periódico en el portátil le doy el primer sorbo a la taza humeante, pero de tan caliente no noto el sabor. Mientras espero que se enfríe un poco, enciendo el cigarrillo sin el que soy incapaz de despertar y también lo encuentro insípido. Empiezo a sospechar. Destapo el azucarero, lleno una cucharilla y la vierto sobre la lengua. Nada. Cojo el salero y lo agito encima de la boca sin ningún resultado. No hay vuelta de hoja: he perdido el sentido del gusto.
Como tampoco me parece tan grave la pérdida, incluso intuyo sus ventajas, aprovecho para probar ese queso azul del aguinaldo que tanto asco me da, aunque no olvido taparme la nariz porque, afortunadamente, todavía tengo olfato. No está mal. Ni bien. Mastico después un par de guindillas. Insulsas. Exprimo un par de limones y me bebo el jugo de un sorbo sin hacer ninguna mueca. Después me aventuro a probar algunas cosas -que por escatológicas no voy a confesar- sin que mi paladar note ningún sabor. Tras estos experimentos, y con una sonrisa incrédula, me cepillo a conciencia los dientes y me dirijo a la oficina.
Terminada la jornada laboral, ficho y me dirijo a recoger a mi novia a su trabajo. Le doy un beso, que ella se encarga de alargar, antes de preguntarle qué tal el día. Mientras me responde que bien, como siempre, y me propone ir al cine, reparo en que tampoco noto en sus besos el sabor habitual. Me excuso diciéndole que estoy muy cansado, que mejor vayamos otro día, y tras acompañarla a su casa, regreso a la mía, me meto en la cama y acepto que la pérdida de ese sentido es más importante de lo que en un principio creía. Espero, por lo menos, dormir a gusto esta noche.