lunes, 22 de agosto de 2016

Ecos


Aunque conozco el trayecto de memoria, porque lo he recorrido cientos de veces, conecto el navegador GPS que Carmen me regaló anteayer, justo antes de marcharse con una maleta, una amenaza, una mirada de odio, y un portazo. Elijo voz: femenina y en español de América. Para olvidarme de esas últimas palabras de Carmen y porque me seduce la amalgama inconexa, imposible, de variantes tan distintas de una misma lengua. Selecciono destino. Arranco el motor y la voz me insta, con un seseo robotizado, a incorporarme a la circulación por la izquierda. Todo marcha según lo previsto, hasta que a la media hora de viaje, al llegar a una rotonda, la voz femenina español de América me pide, con una calidez insólita en una máquina, que tome la tercera salida. Aun sabiendo que se equivoca, porque tengo que seguir recto, me dejo arrastrar por la suavidad de su voz y tomo la tercera salida. Espero que actualice la ruta y me reconduzca por el camino correcto pero en el siguiente desvío vuelve a indicarme, en un tono sensual y decidido que cierra la puerta a toda negativa, una opción equivocada. Y yo la tomo sin dudarlo. Soy consciente de que estoy desviándome de mi destino pero opto por seguir el juego. Al poco, la voz acaramelada propone que me incorporare a la autopista, y tras comprobar que llevo la tarjeta de crédito encima, recojo el tique del peaje y cruzo la barrera. Tras un par de horas dejándome guiar llegamos a un pequeño pueblo de la costa. Sus últimas indicaciones, casi susurros, nos conducen, a través de un camino estrecho, hasta un viejo faro abandonado. La seductora voz me propone detener el coche, y yo, excitado, acepto sin pensarlo. Mientras espero que dé el primer paso, advierto una silueta al borde del acantilado. De espaldas parece Carmen, pero ya es tarde para comprobarlo.




Este microrrelato ha sido publicado 
en la sección "Los pescadores de perlas"
de número 390 de la revista Quimera.


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