Me despierto tarde, con la cara moteada por el sol que se cuela entre las rendijas de la persiana. Frotándome los ojos con el dorso de la mano –por lo que parece he recuperado la vista- miro el reloj de la mesita asombrado: las once menos cuarto. No entiendo por qué el despertador, que todavía mantiene el piloto de la alarma encendido, no ha sonado. Arrastro los pies desnudos hasta el lavabo y abro el grifo para mojarme la cara repetidas veces con agua fría y ver si eso me despeja. Mirándome en el espejo, ya más despierto, me da la impresión de no haber oído el ruido del chorro de agua contra el mármol, así que lo abro de nuevo y -como ya me había parecido- no se oye nada. Digo qué raro, pero tampoco se escuchan mis palabras. La prueba definitiva, un par de palmadas, silenciosas, me sacan de dudas.
Salgo a la calle y me cruzo con la vecina, que mueve sus labios incomprensiblemente mirándome a los ojos; buenos días, Carmen, a dar un paseo, le respondo, y ella se marcha con una sonrisa satisfecha, supongo que deseándome que me vaya bien. Se me acerca un joven desgarbado, con las manos en los bolsillos, y articula unas palabras que no percibo. No, lo siento, no fumo, le digo, y antes de irse hace una mueca con la boca en la que intuyo un gracias. Entro en el bar de la esquina y me pongo a experimentar con el camarero, arrojando mis frases –que tampoco puedo oír- cuando veo que sus labios dejan de moverse. Buenos días...una cerveza por favor...no gracias, no quiero copa, la beberé a morro...qué le debo...tenga, quédese el cambio...de nada hombre, a usted. Prueba superada. Me termino la cerveza en tres tragos y salgo a la calle sonriente a pasear entre el silencio.
Al anochecer, cierro la puerta de casa, cuelgo las llaves en la tachuela clavada en el marco y suspiro: ha sido una dura jornada. Tras comer en el restaurante, hacer la compra en el supermercado y reír como un tonto en el cine con el inesperado pase de El maquinista de la general, de Buster Keaton, me doy cuenta de que tampoco hablo con demasiada gente a lo largo del día; además, con los pocos que lo hago no tengo ningún problema para comunicarme, supongo que por lo previsibles que resultan nuestras conversaciones, calzadas una y otra vez, repetidas hasta la inexpresión. De todos modos, lo que realmente echo de menos no son esos diálogos mudos e insulsos sino el sonido de un claxon al cruzar la calle sin mirar, o los pájaros que se amontonan en los pocos árboles del paseo que todavía no han podado, o la vieja canción que silbaba aquel anciano sentado en el parque, o el arrítmico golpeo de mis dedos sobre este teclado en el que escribo estas líneas antes de meterme en la cama y asegurarme que la alarma, que deseo oír mañana, esté conectada.
12 comentarios:
Joer, que bueno!
es un comentario malsonante pero es que es lo único que he pensado mientras te leía, embobada. Y luego he pensado un Wow, es verdad.
Sin palabras. Excelente. Cada día que pasa me gusta más lo que escribes, es impresionante.
Bien Víctor. Me gustó, si no te molesta: mejor logrado que Vista.
Espero con ansias tu Tacto.
Un abrazo ;)
Por lo menos el protagonista puede leer. Eso ya es ventaja si te tiene cerca.
Como siempre, muy buen relato. Es verdad que la rutina nos hace sordos y ciegos. La repetición de lo común nos adormece. Sólo de vez en cuando nos damos cuenta de que vivimos.Un abrazo.
Muy buena serie! Me sumo al comentario de Esteban. Ahora pregunto: cuanto falta para que deje de hacerlo?? Quizas lo que tarde en llegar el próximo post. Un abrazo
Me ha impresionado bastante tu relato.Si lo pensamos realmente podríamos pasar sin el oído, total "para lo que hay que oir". Hemos perdido la capacidad de escuchar al otro, de tener simpatía cuando alquien nos cuenta algo, a veces mientras oimos, desconectamos y pensamos en nuestras cosas...
Luego están las cosas ue nos llegan al alma:la música, las palabras de amor, los balbuceos de nuestros niños...las cosas que por nada del mundo querríamos dejar de escuchar.
Un abrazo.
Gracias, Lunhe. Me encanta que te/os gusten mis relatos. En los próximos comentarios puedes usar onomatopeyas, si quieres...
No, Gloria, no me molesta que consideres mejor "Oído" que "Vista", aunque yo prefiera este último. Eso de "espero con ansias tu tacto", ¿lo considero una proposición? ;) Un abrazo.
Esteban: te pasas con los comentarios. Si me inflas más el ego, exploto. De todos modos, el anterior de esta serie (Vista) no puede ver nada y tampoco parece que le vaya tan mal.
De eso se trata, Fernando. Lo que diferencia a los humanos del resto de animales es nuestra capacidad para hablar, y normalmente, la usamos para conversaciones-ping-pong, que no aportan nada nuevo ni interesante.
Uff, me abrumas con tanto halago, Ayahara. Si tienes ansias de más relatos, puedes leer los primeros publicados en el blog, que creo que poca gente lo ha hecho. Espero que también te gusten.
Gracias, Martín. Pues la vista ya la perdió en el primero de la serie. A ver qué ocurre cuando despierte. En realidad, ni yo lo sé...
Por ahí iban los tiros, Anabel. A veces, las palabras no dicen nada y en cambio los sonidos casuales nos lo dicen todo.
“El silencio no es tiempo perdido.” Excelente serie, Víctor. Ahora ¿qué sentido seguirá?
Tengo que leer "vista" pero esta me ha gustado mucho. Pienso en lo rutinario que puede volverse uno que hasta adivinamos nuestras conversaciones.
Abrazo
Gracias por tu comentario, Javier. ¿Qué sentido seguirá? Uff, eso no lo sé ni yo. Tendremos que esperar a que se despierte de nuevo el protagonista.
Espero que también te haya gustado "Vista", Cloe. Eso es: la rutina convierte el lenguaje en algo inservible. Fíjate en las conversaciones que mantenemos en un día y comprueba cuántas de ellas son previsibles.
Leyendo esto me pregunto dónde he estado todo este tiempo sin haber conocido tus escritos. ¡Qué pasada!
Pues supongo que disfrutando del maravilloso paisaje de la costa vizcaína. Que en eso sí que me das un poco de envidia, Sechat. Eskerrik asko.
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