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Por lo regular no nos molestamos en acompañar al difunto hasta la bóveda o sepultura, sino que damos media vuelta y salimos todos juntos, comentando las incidencias del velorio.
Julio Cortázar, “Conducta en los velorios”
Historias de cronopios y de famas
¿Que si conocía al difunto? Claro que no. No hace falta conocerlo para venir a su funeral. Créame, joven, incluso es más divertido si no se le conoce de nada. Y no soy la única, no se vaya pensar. Todas ésas que ve ahí, sí, ahí a mi derecha, son amigas mías y tampoco saben quién es. O mejor dicho, quién fue. Se estará preguntando por qué venimos entonces, ¿no? La respuesta es bien sencilla. A nuestra edad hay pocas cosas que consigan entretenernos y un funeral es una de ellas. No ponga esa cara, joven, no es tan extraño. Con la pensión que tenemos no nos podemos permitir despilfarrar el dinero en cines o en teatros, y asistir a un funeral tampoco está tan mal. Créame, a nosotras incluso nos apasiona. Casi todas las tardes miramos la página de esquelas en el diario y elegimos cuál será el más interesante del día siguiente. Discutimos en muchas ocasiones, sabe, porque tenemos gustos distintos, pero al final siempre nos ponemos de acuerdo y elegimos uno. Bueno, casi siempre. A veces es difícil decidirse por uno en concreto y vamos a dos o tres funerales el mismo día, para que ninguna de nosotras se disguste. Pero esos días acabamos muy agotadas. Porque, oiga, elegir uno entre tantos es una tarea muy complicada. A unas nos gustan los funerales de jóvenes; se llora muchísimo, el dolor y las emociones no se pueden reprimir, y con un poco de suerte podemos ver el desmayo de la madre y cómo se la llevan al exterior los servicios de urgencia entre murmullos. Es un espectáculo conmovedor. Y real, no como en el teatro o en el cine. Sepa que no hay nada que me enoje más que ver reaparecer, cuando la función ya ha terminado, a Romeo y Julieta entre aplausos mientras yo todavía estoy llorando sus muertes. Aunque a esos funerales hay que llegar media horita antes para poder encontrar un hueco entre los bancos, es lo malo que tienen, porque a nuestra edad ya se imaginará que no estamos para aguantar de pie toda la ceremonia. En cambio a otras les gustan los funerales de ancianos. Son más tranquilos, porque la familia ya se ha hecho a la idea; es una muerte que no se desea, pero se espera resignado su llegada, ya se sabe, los tópicos de siempre, para que esté sufriendo es mejor que nos deje, y esas cosas. A mi me aburren porque hay poca gente pero a veces no hay otra opción.
Además, a mi me encantan las flores, sabe joven, y ya me dirá usted en qué otro lugar se pueden ver tantas y tan bonitas hoy en día. ¿A usted no le gustan las flores, verdad? Ya me parecía. A mi tampoco me gustaban pero con el paso de los años he ido cambiando y ahora no puedo vivir sin ellas. Y es una pena porque en estos tiempos si una quiere que le regalen rosas ya puede ir pensando en morirse, porque sino no hay manera. No se ría, por favor. Cuando yo era joven me regalaban ramos casi todos los días y ahora ya sólo aspiro a una corona con dedicatoria. Ya ve cómo están las cosas a mi edad. ¿Quiere que le cuente un secreto? En todos estos años que llevo viniendo a funerales he llegado a una conclusión. Acérquese, joven, que no quiero que me oigan, porque hoy se da el caso. Cuando a un difunto lo despiden con muchas flores es que no le han demostrado en vida todo lo que le querían. Y entonces compran flores y más flores para evidenciar ante los que venimos a su funeral, porque el difunto ya no las puede ver, la buena relación que tenían. Pero a mi edad, joven, ya no me engañan. Y luego están los sacerdotes, que cada uno tiene su propio estilo. Los hay que declaman como verdaderos actores, como el de la Parroquia de San José, en el centro, pero también están los que hablan sin ganas ni emoción, o los que leen a toda prisa para poder terminar cuanto antes la ceremonia. Qué falta de consideración. Y créame, de los primeros, de los buenos, hay muy pocos. Si quiere que le diga la verdad es una pena que en las esquelas no aparezca el nombre del sacerdote que oficiará el funeral, porque de ese modo nos evitaríamos muchas decepciones. Sí, joven, no me mire así. Hay días en que vamos ilusionadas a un funeral, esperando ver un gran espectáculo, y por culpa del sacerdote nos tenemos que marchar antes de la eucaristía, sin poder dar el pésame a la familia. Y créame que es mucho más humillante que levantarse de la butaca del cine o del teatro.
Pero lo mejor, joven, es entrar en la iglesia sin saber ni siquiera el nombre del difunto. Porque a veces vamos a los funerales sin haber mirado las páginas de esquelas, y entonces dejamos que el funeral nos elija a nosotras y no nosotras a él. En esos casos nos divertimos intentando adivinar el sexo y la edad del fallecido, porque sepa que por las caras y el aspecto de la familia se puede saber si el difunto es hombre o mujer, y se puede acertar su edad con un margen de error muy pequeño. Me avergüenza un poco decirle esto, joven, pero a veces incluso apostamos algo de dinero. Pero muy poco, no se crea, sólo para darle una pizca de emoción, ya le he dicho lo de la pensión. Por cierto, ¿usted conoce al difunto?, porque si es hombre y tiene setenta y dos años me llevaré un buen pellizco.