Abrazados y exhaustos entre las sábanas, se miran todavía con una mezcla de ternura y pasión. La irrefrenable atracción que experimentan sus cuerpos añadida a la excitación que sienten sus almas por ceder ante lo prohibido, convierten sus encuentros furtivos en algo más que simples citas entre amantes. Suena el teléfono en la mesita de noche. Ella cruza un dedo en sus labios, rogándole silencio, y descuelga el auricular. La conversación dura poco, apenas el tiempo de encender un cigarrillo y darle un par de caladas. Era Juan, mi marido. Dice que está reunido contigo, que tenéis que cerrar un negocio muy importante con unos inversores alemanes y que se quedará hasta tarde en la oficina. Ambos sueltan una sonora carcajada, que se prolonga hasta que ella sugiere brindar por su esposo, por la increíble facilidad que demuestra inventando excusas. A él le parece una excelente idea pero, ayudándose de un oportuno guiño, la pospone para cuando regrese del baño. Le alarga el cigarrillo, le da un cálido beso, mordiéndole suavemente el labio, y se dirige al pequeño aseo contiguo al dormitorio.
Abre el grifo y se refresca la cara y la nuca, no sin antes comprobar con el dorso de la mano la temperatura del agua. Coge una toalla y mientras abre la puerta empujándola suavemente con el pie, se va secando la cara. Aparta la toalla de los ojos y advierte con asombro que no se encuentra en el dormitorio, sino en otro lugar. Unas bailarinas en topless se contonean sensualmente cogidas a una barra. En el local, atiborrado de gente y humo, se escuchan ritmos caribeños e indecencias bajo las luces rojas. Desubicado, intenta reconocer entre las mesas alguna cara conocida. No le cuesta demasiado. En la mesa de enfrente, entre dos mulatas de dudosa reputación, Juan saborea un habano y le recrimina haber estado tanto tiempo en los servicios sabiendo que lo estaban esperando. Entonces, una de las chicas apaga el cigarrillo en el cenicero y, mientras se acaricia con la punta de la lengua un pequeño rasguño en el labio, le acerca una copa y alza la suya, permaneciendo en silencio, esperando quizás unas palabras, quién sabe si un brindis pendiente.
Abre el grifo y se refresca la cara y la nuca, no sin antes comprobar con el dorso de la mano la temperatura del agua. Coge una toalla y mientras abre la puerta empujándola suavemente con el pie, se va secando la cara. Aparta la toalla de los ojos y advierte con asombro que no se encuentra en el dormitorio, sino en otro lugar. Unas bailarinas en topless se contonean sensualmente cogidas a una barra. En el local, atiborrado de gente y humo, se escuchan ritmos caribeños e indecencias bajo las luces rojas. Desubicado, intenta reconocer entre las mesas alguna cara conocida. No le cuesta demasiado. En la mesa de enfrente, entre dos mulatas de dudosa reputación, Juan saborea un habano y le recrimina haber estado tanto tiempo en los servicios sabiendo que lo estaban esperando. Entonces, una de las chicas apaga el cigarrillo en el cenicero y, mientras se acaricia con la punta de la lengua un pequeño rasguño en el labio, le acerca una copa y alza la suya, permaneciendo en silencio, esperando quizás unas palabras, quién sabe si un brindis pendiente.
2 comentarios:
Uff, qué cuento.
Mejor paro por hoy, algo me dice que terminaré comentando cada una de tus entradas...
Si te gustó, no te despistes porque "Ambos II" (o con otro título) está en camino.
Abrazos.
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