Sobre la mesa, todo está preparado: el ordenador portátil, el cenicero junto a la cajetilla y el encendedor, la taza humeante de té, el bolígrafo y el pequeño cuaderno de notas. Dentro de su cabeza, también está todo dispuesto. El protagonista del relato deberá cruzar la calle, entrar en el edificio, y abandonar conscientemente una maleta oscura de piel con las claves que permitirán cerrar el círculo y desvelar al auténtico culpable. Lleva días dándole vueltas a ese final, sopesando cada detalle, añadiendo y suprimiendo mentalmente escenas, palabras, frases. Y por fin lo tiene. Ahora sólo le queda la fácil tarea de escribirlo.
Enciende un cigarrillo mientras el programa informático abre el documento. Aspira dos bocanadas, lo apoya sobre el canto del cenicero y coloca las manos sobre el teclado. Con los ojos cerrados imagina la escena. O mejor, se imagina en la escena. Puede ver la calle concurrida, el protagonista esperando en frente del edificio, en la acera opuesta, los coches surcando veloces el asfalto. Todo tal y como lo había ideado. Abre, pues, los ojos y se dispone a teclear. Sin apartar la vista de la ventana del tercer piso y, sujetando con firmeza la maleta, cruza la calle. El taxista no puede frenar a tiempo. A pesar de los esfuerzos del personal médico el atropello resulta mortal. Maldita sea. ¿Por qué ha tenido que aparecer ese taxi en mi relato? Mi final es otro, se dice. Coloca el cursor sobre la palabra mortal y lo arrastra hasta el inesperado Sin. Con un dedo borra las tres imprevistas frases y se prepara para escribir el final que tiene ideado, el de la maleta conscientemente olvidada en el interior del edificio. Tras cruzar la calle, se acerca al portal y llama a un timbre. Nadie le contesta. Insiste, aunque con idéntico resultado. Prueba con el del piso inferior, del que tampoco obtiene respuesta. Toca los otros seis pulsadores que quedan, pero el edificio está vacío, o sencillamente nadie le quiere abrir la puerta. Atónito, da media vuelta y regresa a casa sujetando firmemente la maleta. Otra vez. ¿Cómo es posible? Pero si mi final es otro. Repite la operación y borra de nuevo el texto. Pero uno tras otro, los finales que van apareciendo en la pantalla nada tienen que ver con el que él ha concebido durante los días anteriores. En ocasiones, el protagonista consigue entrar en el edificio pero sale a la calle sin dejar olvidada la maleta, en otras logra abandonar la maleta pero ésta termina arrinconada en la oficina de objetos perdidos. Incomprensiblemente no consigue teclear lo que se propone. Recapacita lo ocurrido e intenta extraer conclusiones. Tras mucho pensar advierte que el final quizá no es tan espectacular como él creía, que tambalea en algunos puntos. Definitivamente, durante la semana ingeniará un desenlace más apropiado, más impactante. El otro no sirve, es demasiado previsible, concluye. Apaga pues el último cigarrillo, se termina el té de un trago y, decepcionado consigo mismo, guarda el ordenador portátil en una maleta oscura de piel antes de meterse en la cama.
1 comentario:
Però tu l'has deixat oblidat conscientment, aquest conte, aquí, oi? O també se t'ha escapat...? Què autònomes poden arribar a ser, les nostres ficcions, eh?
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